miércoles

Esperando a Pipi

Me da algo de pudor reconocerlo pero hay veces en que creo que le tengo miedo a todo. A las arañas, a los insectos, a los espacios abiertos, a los ascensores, a los sapos, grillos y gatas peludas, a los cambios, a las alturas, a la rutina, a manejar en el centro, al desamor, al cansancio, a la oscuridad, el deterioro físico, al dolor, a los títeres, a la incomunicación, al ridículo, a la muerte. La propia, la de seres queridos, la de conocidos y hasta la de sus mascotas pueden sacarme el sueño.
A pesar de tener esta tendencia tan arraigada, viví todo mi embarazo con felicidad y despreocupación. Cada vómito, cada ecografía, cada patadita eran un nuevo motivo de alegría. Hasta que, cuando faltaban alrededor de tres meses para que naciera mi hija, la obstetra nos mandó a hacer el curso de pre parto. Fue abrir la caja de Pandora.
Nos anotamos. Las clases empezaban un martes. Llegamos a un salón enorme con colchonetas donde se iban ubicando las embarazadas y sus acompañantes. Todos muy cariñosos y sonrientes. Las futuras mamás acariciaban sus panzas y usaban a sus parejas como almohadones. Nunca había visto a tantas embarazadas juntas. Me impresionó el tamaño de algunas de esas panzas.
La jefa de parteras se presentó y empezó a explicar el camino del bebé desde su concepción hasta el momento de nacer. Hablaba parsimoniosamente y se ayudaba con un títere, de esos que son bebés que mueven los bracitos como los que venden por la calle Florida. Mi marido se empezó a impacientar. Yo ya lo había abarrotado con bibliografía y páginas de Internet con ese tipo de información. La cosa era por lo menos redundante. Tengo que reconocer que el curso de pre parto no era lo que yo había imaginado. Esperaba que fuera como en las películas donde el padre abraza a la mujer y juntos inspiran y resoplan hasta hiperventilarse. Mi marido dio algunas muestras de cansancio. Yo me empecé a impacientar de su impaciencia. La cosa se extendía pero no se resolvía. A la salida le recriminé tanta intolerancia. Terminó en pelea. Que sí, que no, que yo acá no vuelvo más. Me angustié.
Me imaginé volviendo al curso, que ya a esa altura era la versión 2005 del Arca de Noé y tener que jugarla de ameba. Me sentí sola y tuve miedo.
Entonces doblé la apuesta. Una de las chicas me había recomendado otro grupo para embarazadas y así terminé yendo no sólo a uno sino a todo curso de pre parto del que tuviera noticia. Saltaba de una charla a otra, de una sesión de gimnasia a otra y comparaba información. Hasta hice una visita guiada a la maternidad. Coleccionaba muestras gratis con voracidad de adicta. Hice un casting de posibles pediatras. Probé la gimnasia, el yoga, la eutonía para embarazadas. Iba a natación tres veces por semana. Pero nada me saciaba.
En esos cursos me encontré con todo un abanico de respuestas posibles. Entre mis compañeras estaba la que te apabullaba con su seguridad: tenía todo resuelto, agregaba comentarios a lo que decía la partera, estaba al tanto de las novedades e innovaciones en materia de pañales, ropa de bebés, cremas y bancos de células madre. Estaba también la que ya iba por el cuarto hijo pero que, cuaderno en mano, anotaba frenéticamente todo lo que se decía como si lo escuchara por primera vez. Estaban las militantes que fruncían la boca cada vez que hablaban de “médicos” o “cesárea”. Y hasta una chica de un país nórdico (nunca supe cuál) que apenas hablaba el español pero que estaba muy interesada por las técnicas nativas de parir un hijo.
Con el correr de las clases, noté que el grupo se iba reduciendo. Semana a semana, las embarazadas que habían empezado conmigo, repentinamente, dejaban de venir. Al principio del encuentro, la partera en jefe nos hacía el relato de “la baja”: Fulana tuvo el viernes, un varón. Después bajaba un poco la voz y moviendo la cabeza agregaba: cesárea.
Yo no le tenía miedo al parto en sí. No tenía una imagen negativa del acto de dar a luz, contaba con la Peridural por el tema del dolor y ni pensaba siquiera que pudiera haber complicaciones. ¿Qué era, entonces, lo que me producía tanto miedo?
Un jueves a la tarde las contracciones se hicieron más seguidas y más intensas. Me internaron. Estaba naciendo mi hija. Y fue clarísimo para mí que nada de lo que había hecho durante los últimos meses me había preparado para lo que me estaba sucediendo en el cuerpo en ese momento. Pero cumplió la función de tenerme bien ocupada durante la espera. Fue un tiempo que quedó entre paréntesis, donde lo importante era lo que estaba por venir. Por el contrario, en el parto, todo era presente y yo no podía, ni quería, evadirme de ahí. Para que naciera mi hija había que pujar. La partera, parada en un banquito porque era muy petisa, me empujaba la panza en cada contracción. A mi lado, acompañándome, dándome fuerza, estaba mi marido. Una vez más, me enamoré de él.
Otras muchas veces volví a sentir miedo pero cada vez que estuve en situaciones que no supe cómo afrontar, me pude decir a tiempo: “dale nena, cortala con el miedo, que vos pariste una hija”.

(Publicado en el número de diciembre de La mujer de mi vida)

miércoles

miércoles por la tarde

La concentración,
qué difícil.

¿nos pasa a todas?

Entré corriendo al vestuario, llegaba tarde a la clase de gimnasia. En un banco, una chica en corpiño repetía en el celular "ahora no puedo hablar". Por el tono ya se me hizo evidente que se estaba peleando con su novio o marido. Parece que el tipo había arreglado no sé qué programa chino para el fin de semana y ella se había enojado. Me sorprendió la claridad con que le hablaba. "No te enojes de mi enojo", le decía. Yo envidié la precisión de sus apreciaciones. Ojalá yo pudiera pelearme así. A mí me salta la térmica y soy más desordenada discutiendo. Pierdo el foco muy rápido. No me gusta pelear. En un momento, ella le dijo: "el fin de semana es el único momento que tenemos para estar juntos y vos preferís armar esos planes idiotas." Eso parece que encendió la furia del tipo. La chica despegó el celular de su oreja y alcancé a escuchar los gritos.
Yo me seguía cambiando, con ganas de saber más pero al mismo tiempo tratando de que no se note. No quería ser indiscreta pero no podía parar de escuchar.
Las peores peleas con mi marido las tuve por este tipo de cosas. La chica, que además era preciosa y contaba con toda mi simpatía en ese momento, le dijo: "vos te ofendés porque creo que tus planes son idiotas pero no te das cuenta lo que duele escuchar que no estoy invitada." Una genia. Me acordé de todas las veces que yo misma quise decir eso y no me salió.
En ningún momento perdió la calma pero tampoco dejó de decir lo que sentía. Tal vez era una situación que se venía repitiendo y ya estaba repodrida. Es muy probable. Terminé de vestirme y salí, ella seguía hablando.
Bajó a la clase un poquito después que yo. Yo la miraba de costado mientras hacíamos los abdominales. Me hubiera gustado expresarle mi solidaridad pero creo que no la necesitaba. Ella sola hizo lo mejor que podía hacer: tomó su clase de gimnasia, le histeriqueó un poco al instructor y dejó que el celular sonara hasta que se le acabó la batería.

jueves

Gómez

– No te creo. –dijo Vale y fue terminante.
– Si no me creés, preguntále a Gómez. –Retrucó Nancy.
– ¿Gómez?
–Sí, el chimpancé es suyo porque el papá es cazador.
– ¿Segura que era un mono?
–Si es cazador, el mono tenía que estar muerto, nena. Dejá de mentir.
– Boluda, ¡era el hermanito de Gómez! –Vale y yo nos reímos.
–Tarada. Gómez no tiene hermanos. Era un chimpancé, te lo juro.
Nancy nos contó que el papá de Gómez trabajaba para un zoológico y que tenía toda clase de animales en la casa: pájaros, monos, lagartijas y conejos. Nancy estaba eufórica, sacudía las manos mientras hablaba. Gómez le había dicho que estaban esperando un tigre bebé para fin de mes.
Ellas siguieron hablando pero yo me desentendí. Me imaginé al papá de Gómez, sentado en un escritorio robusto de madera oscura, con un casco marrón y fumando en pipa. ¡Cómo me gustaría conocer esa casa!
Nació un anhelo. Y con él, nació un problema. Gómez era el más tacaño, caprichoso y traicionero de todo quinto "B" pero yo tenía que encontrar la forma de ser su amiga.
Esa tarde, Luisa me fue a buscar al colegio. Durante años fue nuestra mucama y niñera. Cocinaba como los dioses pero todos la recordamos porque tenía un carácter de mierda. No sé muy bien por qué mi mamá la aguantaba, supongo que sería algo karmático. Luisa vivía de mal humor, peor que eso, iba enojada por la vida, peleada con el mundo, ofuscada de antemano. Era famosa en el barrio por sus malas contestaciones. Cuando quedó embarazada, se puso imposible. Todo la irritaba. Mamá nos pedía paciencia. Si se le cortaba la mayonesa, era preferible irse sin comer. Mi hermano la jodía con que iba a parir al bebé de Rosemary.
Volví a mi casa con la preocupación instalada. No sabía muy bien por dónde empezar y Gómez me caía realmente mal. Pero, un tigrecito...
–Luisa, ¿alguna vez te pasó tener que estar con personas que no te bancás?, le pregunté.
Me miró como diciendo ¿me estás jodiendo?
– ¿Y qué hacés para ser su amiga?
Gruñó por toda respuesta. Estaba claro que no era la informante indicada.
En casa, me encontré con que papá había llegado temprano del laburo. Estaba sentado en el living. Aunque todavía era de día, ya se había puesto el pijama y, destornillador en mano, trataba de arreglar una radio portátil. Pasé delante de él para dejar la mochila. No pude evitar mirarlo con tristeza.
El sábado a la mañana, papá nos pidió ayuda para orientar la antena de la tele. Eran los tiempos previos a la gloria del cable. La idea era que mamá se quedara chequeando los canales; Luisa y yo nos parábamos en el patio y le gritábamos las instrucciones a papá y a mi hermano menor que estaban con la antena. Vivíamos en una planta baja y la antena estaba en la terraza. La cosa se dificultaba un poco porque el edificio tenía siete pisos.
–¿Y ahí? ¿Cómo se ve? –gritaba papá desde la terraza.
–No, dale más –decía mamá desde la habitación.
–No, dale más –repetíamos nosotras desde el patio.
–¿Qué?
–Más.
–Más.
–¿Ahí?
–Con fantasmas –decía mamá.
–Fantasmas –repetíamos nosotras.
–¿Ahí?
–Ahí.
–¿Ahí?
–No, te pasaste. Volvé.
–Volvé.
–¿Qué?
–Que te pasaste, volvé un poquito.
–Dejá dormir. –gritaba el chico del quinto.
–Pará que ya termino. –le respondía mi viejo.
Una vez que lograba sintonizar bien un canal, había que pasar a los otros y ver si alcanzaba una visión más o menos aceptable. Al final nos ganaba por cansancio y siempre había algún canal que se veía medio-medio. Papá bajó con su caja de herramientas. Para mi mamá, no había nada en el mundo que mi papá no pudiera arreglar con su caja de herramientas y probaba esa convicción todos los fines de semana: que el cable de la plancha está pelado, que la heladera hace un ruido raro, que el secador de pelo me dio una patada.
Yo pasé el resto del sábado elaborando una estrategia que me llevara a conocer la casa de Gómez. Tengo que reconocer que estaba obsesionada.
El lunes, en el colegio, nos llevaron al salón de actos y nos pasaron unas diapositivas de educación sexual. Lo organizaba una empresa de toallitas femeninas. Nos mostraron cómo era un útero y los ovarios y nos hablaron mucho de la menstruación. Algunas de mis compañeras ya se habían hecho señoritas. Yo no. Especialmente aclararon que no te pasaba nada si te lavabas la cabeza y que la higiene era muy importante durante esos días. Nancy levantó la mano y dijo que te podés desangrar si te bañás de inmersión cuando tenés la regla. Los chicos se reían a carcajadas. Pacientemente, las promotoras le explicaron que la regla no era una hemorragia y volvieron a pasar una de las diapositivas pero Nancy no se convencía. Las promotoras hablaban con palabras viejas. La regla, qué antigüedad. Yo lo miraba a Gómez de costado. Cuando terminó le pregunté qué le había parecido el documental. Me dijo que se había aburrido mucho pero lo vi muy interesado en la muestra gratis que me habían dado. Sólo a las nenas les regalaban un paquetito muy coqueto con una toallita.
–¿Lo querés? –le pregunté ofreciéndole mi muestra gratis.
Él se enojó, pensó que lo estaba tratando de mariquita. Lo agarró, lo tiró al piso y lo pisoteó todo. Mi plan de seducción había empezado muy mal y encima me quedé sin el regalo.
El martes, en el recreo largo le convidé de mi alfajor triple de chocolate. Se lo comió todo y se fue. Gómez cada vez me caía peor pero más ganas me daban de conocer su casa.
Cuando jugamos al quemado tuve tres oportunidades de reventarlo de un pelotazo y lo dejé pasar. Vale me gritaba: dale pegale de una vez a PAMI Gómez, pero yo sabía que debía perder una batalla y ganar la guerra.
Esa noche soñé que finalmente Gómez me invitaba. Era una casa inmensa, con distintas habitaciones pobladas de los bichos más extraños. Una biblioteca antigua llena de pájaros blancos que caminaban despacio entre los libros. En la cocina, peces, muchos peces de colores en peceras gigantescas. Entraba en la habitación de Gómez que en realidad era la mía porque tenía mis juguetes y peluches pero que se mezclaban con los otros animales y no sabías muy bien qué era de mentira y qué se podía mover. Y hasta pasaba rápido porque me daba miedo entrar en el cuarto de las serpientes, arañas y lagartos.
Con Gómez probé de todo: le regalé figuritas, me gasté la mensualidad en mielcitas y sugus masticables para él, lo llamé por su nombre de pila (y Vale y Nancy se me rieron en la cara) y hasta me cambié de banco para estar más cerca.
Pero más me quería acercar, más lejos se me iba. Todos creían que yo gustaba de Gómez, pero en realidad el que me gustaba era su papá. Gómez parecía darse cuenta y se ensañaba. Un día empezó con que su papá era mejor que todos, que viajaba por todo el mundo y que conocía a todos los animales.
–Y qué, el mío es el dueño de todas las aspirinas y si a tu papá le duele la cabeza se las tiene que comprar a mi papá y si yo quiero no le da nada.
–Mentira.
–Verdad.
Esa tarde, cuando volví a mi casa le pregunté a mi mamá en qué trabajaba mi papá. Ella estaba corriendo a mi hermano menor que no quería ir al dentista. La doctora Buratti nos atendía gratis a los dos porque había sido la dentista de mi mamá. Creo que fue una de las primeras mujeres en recibirse de odontóloga. Tenía mil años y nos hacía dormir con unos aparatitos llenos de alambres que hacían doler la boca. Mi hermano nunca los usaba y cuando llegaba el día de ver a la doctora Buratti sabía que se venía una penitencia. Paradójicamente, yo que los usaba todas las noches tenía los dientes cada vez más torcidos.
–Mamá, ¿a qué se dedica papá? –insistí.
–Y, trabaja con el abuelo.
– ¿Pero de qué? ¿Qué es?
–Tu papá no es nada. –Mi vieja siempre tan pedagógica.
– ¿Nada? –Yo estaba desilusionada. ¿Cómo podía competir con Gómez padre?
–Hace negocios, eso.
–Ufa. ¿Y eso para qué me sirve? ¿No tenemos nada que ver con los que hacen las aspirinas?
– ¿Quién te puso esas ideas en la cabeza?
–Nada, es que la señorita me preguntó si teníamos que ver con los Bayer del Laboratorio. –mentí.
El jueves lo invité al cumpleaños de mi hermano. Habían contratado animadoras y un mago. Cuando vio la tarjetita, Gómez me dijo que no iba a cumpleaños de menores porque él ya era grande.
–Ay, Gómez que insufrible que sos, pensé. Pero me contuve y no lo mandé a la mierda. Pasaban los días y yo no veía ningún progreso. Ya me estaba desmoralizando y lo peor es que le había tomado bronca. Si seguía así, estaba claro que mi plan de seducción iba terminar a las piñas. Había que tomar medidas drásticas pero ¿cuáles? Y cuando Gómez se me acercó y me dijo: “OK, qué querés para dejarme en paz”, me di cuenta de cómo me había equivocado. No se trataba de seducirlo, había que sobornarlo.
–Quiero que me invites a tu casa. –respondí yo abriendo la negociación. Era tan simple como eso. Bueno, no tanto porque a cambio me tocó hacer yo solita todo el trabajo práctico sobre la Antigua Roma.
Pero finalmente al otro día, después de la clase de patín artístico, Luisa me llevó a lo de Gómez. La casa quedaba en un pasaje. Algunas las habían arreglado, otras estaban medio desvencijadas. La de Gómez era la peor. La puerta de madera estaba toda comida. La habían querido arreglar con unas chapas pero se ve que no funcionó. No le hice caso a esa primera impresión, lo bueno debía estar adentro. Iba a jugar con animales de verdad. En mi casa no me dejaban tener nada, ni un canario porque mi mamá era alérgica.
Gómez abrió rápido y me hizo pasar, dejándola a Luisa en la vereda con la palabra en la boca. Cerró de un portazo. Se escuchó clarita la puteada de Luisa mientras se alejaba.
Fue entrar y darme cuenta. Nada en esa casa era como en mi sueño. Cómo intuir que la imaginación no viene con olores. Y ¡qué olores! El patio estaba lleno de basura y bolsas enormes de alimento balanceado. En el living había pilones enormes de diarios y revistas, platos sucios, trapos colgando del respaldo de la silla. Todo estaba roto o sucio o las dos cosas al mismo tiempo. Y el olor, santo cielo.
Yo me sentía estafada. ¿Y el chimpancé? ¿Y el tigre? Sólo se veía al fondo una jaula con unos loros de lo más aburridos.
Parece que el tigrecito se había colgado de la instalación eléctrica y los había dejado sin luz una semana. Eso había apurado la entrega del animal al zoológico de San Luis. La madre de Gómez se había enojado muchísimo. ¿Qué? ¿Gómez tenía mamá? ¿Por qué no limpiaba un poco esa roña? El padre de Gómez estaba de viaje. ¿África? No, la isla Martín García. Y el chimpancé se había comido ayer un tarro de caramelos y terminó en el veterinario.
Quise renegociar, esas no eran las condiciones del trato. Yo estaba ahí por los animales y ahí no había ninguno. Gómez estaba incómodo, avergonzado. Me contó que era medio primo de Nancy y que estaba muy enojado de que ella nos hubiera contado lo de su papá. En ese momento lo miré y me pareció otra persona completamente distinta. Era como si lo mirara por primera vez. Me sorprendió.
Entonces, me invitó a ir a la terraza a tirarle piedritas a los loros. Había uno que si le acertabas, te puteaba. Nos matamos de risa. La pasamos bárbaro, eso sí, como zoológico, la casa de Gómez era una cagada.
Esa noche tuve una pesadilla. Soñé que estaba parada en una cornisa, muy alto, casi al borde de un precipicio y sentía la sombra de unos pájaros vengadores sobrevolando pero no los alcanzaba a ver. Yo sabía que venían por mí. Quería protegerme, que no me vieran, hacerme chiquitita pero no podía porque cada vez me hacía más y más grande. Me desperté sobresaltada. En casa, todos dormían menos mi papá que se había quedado leyendo. Me acerqué despacito para no despertar a mi mamá y le dije muy seriamente: papi, yo no quiero crecer nunca.

miércoles

los textos de la felicidad

1.- Volviendo a Soiza

La primera novela de Soiza Reilly que leí fue La muerte blanca, donde una viudita joven interesada en seguir las últimas tendencias de la moda, se vuelve adicta perdida a la cocaína. Le siguieron otras novelas con títulos tan sugerentes como Las timberas, Pecadoras y el para mí siempre ambiguo Almas sucias de mujeres y hombres limpios. Desde el vamos me interesaron las mujeres de Soiza Reilly.
Este hombre se pasó gran parte de su vida escribiendo “literatura para mujeres”, además fue durante cuarenta años profesor en un secundario de señoritas y hasta mantuvo una columna donde respondía a “preguntas del corazón” con un pseudónimo femenino.
Por todo esto, a la hora de escribir para Tres Galgos decidí centrarme en un libro de Soiza llamado Mujeres de América. Se trataba de una recopilación de crónicas y entrevistas a grandes figuras de su tiempo. Periodista de raza, Soiza pregunta cosas como “a qué edad se enamoró usted” pero al mismo tiempo no deja de señalar el talento de sus entrevistadas. Un claro ejemplo de esto es cómo retrata a Lola Mora. Soiza Reilly es un ferviente admirador. Se pregunta: “¿Dónde está Lola Mora? ¿Está viva? ¿Está muerta?” El texto es básicamente una denuncia. Lola Mora es, al momento de escritura del artículo, un talento olvidado y lo que es peor, ha sido estafada. Soiza arenga: “¡Si le pagaran la plata que le deben! Cuando sus admiradores la vieron caída, dejaron de pagarle las cuotas de muchos monumentos. En la Recoleta… ¡Silencio!... Me callo. Lola me ha escrito… “No cuente usted nada. No escriba usted nada. Van a creer que me quejo. Nunca me he quejado, ni me doblé jamás…” Termina Soiza diciendo: ¡Mujer extraordinaria! Dignifica la raza.”
Mujeres de América resulta interesante además por el tiempo en que fue escrito. Deja ver de qué manera la situación privada, social y hasta política de la mujer cambió sustancial e irreversiblemente en el período que va entre los festejos del Centenario y 1930. La liberación del corset, las primeras consignas sufragistas, la discución por la ley del divorcio, la entrada al mundo laboral. Tomando como excusa estas biografías frívolas, Soiza tematiza, polemiza y baja línea sobre estas cuestiones.
Hace poco, viendo la hermosa edición de la obra de Emilia Bertolé que hizo la Universidad de Rosario me encontré con una cita de Mujeres de América. Y acá me detengo un momento. Porque el nombre de Soiza no aparece más que en una nota al pie. Ya me ha pasado varias veces eso. Sarlo evita siquiera nombrarlo en su libro El imperio de los sentimientos. Por otra parte, la biografía que escribió sobre Cecilia Grierson está copiada hasta el hartazgo (quien sepa de quién estoy hablando seguramente leyó el texto de Soiza pero jamás se enteró). Pareciera que nombrar a Soiza no aportara ningún valor extra, no lo encontré nunca considerado cita de autoridad.

2.- Los textos de la felicidad

Hoy me gustaría volver sobre la obra de ficción de Soiza Reilly, en particular la que tiene como destinatarias a las mujeres. ¿Cómo acercarse a estos textos? Para empezar, debo decir que en este campo hay una lectura obligada, El imperio de los sentimientos de Beatriz Sarlo. Volver sobre este libro revivió en mí la admiración por su rigor de investigadora y la distancia por sus prejuicios de elitista.
¿Qué me dice Sarlo sobre las novelitas de diez centavos?
1.- Dice que no le gustan: no volvería a ellas pero le permiten completar la serie sobre la que trabaja. Incluso llega a decir que “si la gente las leía, habría que demostrar que tenían algo de bueno”, el famoso argumento de las moscas. Pero que para el gusto literario (como el de una) resultan “candorosamente insuficientes”. Me tienta decir que a mí sí me gustan, también me gustan las comedias románticas. ¿Está mal? ¿Me vuelve una lectora candorosa?
2.-También dice que esta literatura para mujeres es una literatura que remite a un “pasado.” Dentro de su sistema, esta literatura es remanente en relación a los experimentos formales que en ese mismo tiempo estaban produciendo las vanguardias. Cito: “Estas narraciones ponían en circulación formas estéticas anteriores al momento de su publicación”, ¿Evolucionismo estético? Me pregunto.
3.- Sarlo no se sonroja al afirmar que “quise tratarlas como literatura y no como el soporte material de las ensoñaciones románticas o perversas de sus lectores pretéritos”. Sarlo supone irremediablemente el bovarismo como condición de posibilidad y horizonte de expectativas para estas narraciones.
¿Qué les critica? El conformismo, no pretender cambiar una realidad injusta, limitar la cuestión femenina a los afectos, no tematizar el mundo del trabajo, ser narraciones fáciles de leer, que trabajan sobre matrices tan conocidas como la representación de la mujer como “la bella pobre”, aquella que no tiene más armas que su belleza.
Me parece que a esta altura se hace necesario revisar algunos postulados de Sarlo y tratar de leer estos textos desde otro lado. Veamos.

3.- Un caso

Abro un libro cualquiera de Soiza: “Lo más interesante, lector, de esta novela, es que no es una novela. Trátase de la vida real de una dama que no ha muerto todavía. Escribí esta narración para ella únicamente. Para que ella, que está a punto de hacer su testamento, no olvide a las pobres y lindas muchachitas que, por virtud o por amor, envejecen penando sobre la maquinita que muele sus alas…” Es el final de Dactilógrafa y no me voy a ensañar pero creo que este párrafo contradice la caracterización que hace Sarlo de las novelitas de diez centavos: se presenta como un hecho real, la salvación de la heroína no se resuelve por el matrimonio, no remite a un pasado y lejos está del conformismo.
El título parece casi un insulto: Dactilógrafa. Nombra a la protagonista por su oficio, le hecha en cara su título, estudios y desempeño laboral. En este cuento se narran las desdichas de Nelly, la rubia, bella y pobre mujercita que aspira a vivir mejor que sus padres y lo logra.
La historia está contada con mucha ironía y sentido del humor. Nelly se quiere casar con un hombre joven y rico pero no lo encuentra en uno sino en dos. Carlos Chaine está enamorado de ella, es un joven compañero de oficina. Es pobre. El señor García, el jefe, es un español rico y viejo. ¿Qué hace Nelly? Se acuesta con Carlos para luego ir a vivir con el señor García. Ella dice: “Los hombres creen que el hecho de enamorarse de una mujer, obliga a la mujer a corresponderle ciegamente. Son los viejos prejuicios, Carlos, de cuando las mujeres no eran libres, de cuando para casarse necesitaban esperar que el novio fuera impuesto por la sagrada voluntad de los padres. Ahora el mundo ha cambiado. El trabajo nos ha dado a las mujeres el derecho de elegir el marido que nos guste…”
Y otra cita más: “Horrible destino el de esas deliciosas muñequitas que se pasan la mitad de la vida trabajando en las tiendas o en las oficinas de las grandes empresas y la otra mitad viajando, como sardinas, en el tren, en el ómnibus, en el subterráneo…” Nelly está segura de que no quiere ese destino y se convierte en la amante de García.
Pero un encuentro fortuito cambia esta situación. Carlos siguió su ejemplo y se casó con una viuda rica. Cuando se encuentran en el Jockey Club, juntos deciden huir y se embarcan para Europa. Rápidamente viene el desengaño. “Un día Nelly descubrió una grave verdad. Carlos la besaba con apasionamiento los días en que algún pasajero audaz intentaba flirtear con ella en el salón… quiere decir –pensó Nelly– que el hombre no ama por su propia inspiración. Es tan egoísta que ama por egoísmo, de afuera para adentro… Esa noche Nelly lloró.” Desengañada, abandona a Carlos por Rusiñol, el amigo pintor y a éste por un príncipe italiano, y así. Hasta que nos enteramos finalmente de que el señor García, que la había amado ciegamente, le legó toda su fortuna. Es por eso que Nelly destina parte de ese dinero a ayudar a “todas las dactilógrafas”.
Ayer estaban dando por la tele Legalmente rubia, la historia de una chica que siguiendo a su ex novio entra en la escuela de Derecho de Harvard y le prueba al mundo que no es una rubia tarada. Algo así como feminismo rosa. Obvio que me quedé mirándola hasta el final y la película me terminó pareciendo en algunos aspectos más conservadora que Dactilógrafa pero me dio qué pensar.
Lanzo una hipótesis: en las comedias románticas (y también en sus predecesoras, las novelitas de diez centavos) la historia de amor funciona casi como un eufemismo, es lo esperable del género pero lo interesante es que sirva de sostén para plantear otros temas y preocupaciones que difieren en alcance y pretenciosidad: conflictos laborales, una idea de mujer, la enfermedad, la muerte, la utilización de espacios urbanos, etc. Más importante que lo que cuentan, es lo que dejan ver. En este caso, ¿qué deja ver Dactilógrafa?
1.- La compleja y cambiante situación laboral y cultural de la mujer.
2.- No se advierten caminos tan distintos entre las opciones de los hombres y las de las mujeres.
3.-Relación familiar permite bajar línea sobre cuestiones políticas. El capítulo en que la familia de Nelly se entera de su decisión es particularmente interesante. Soiza cita un soneto de Evaristo Carriego para narrar el dolor por saberla perdida. Luego, retrata la vida familiar del conventillo. Para finalmente presentar a Alberto, el hermano de Nelly que está “embuído en las ideas de Lenín” y que protagoniza este diálogo:
–Mañana –dijo el padre por decir algo– va a estallar la huelga.
–¿Por qué?
–Por Sacco y Vanzetti.
–¿Los matan?
–Sí.
–¡Asesinos!– murmuró Alberto mordiendo la sopa.
–¿Asesinos?
–Sí, papá. ¡Asesinos! Esos jueces son asesinos porque van a matar a dos hombres inocentes.”
3.- Es cierto que la narración es rápida y fluida pero encontramos la utilización de algunos procedimientos que complejizan la forma en que está contada la historia: se incluyen cartas, el indirecto libre y hay varios cambios del punto de vista. En definitiva, Soiza se apoya en el género y utiliza todos los estereotipos pero para desestabilizarlos y con señalar eso, por ahora, ya quedo contenta.

martes

me gusta ir al teatro

Me habían propuesto escribir una nota para Conjunto, la revista de teatro de Casa de las Américas. Era la primera vez que me ofrecían publicar un artículo largo, sobre un dramaturgo que yo tenía muy trabajado para una revista de teatro extranjera y prestigiosa. La excusa para la nota era el estreno en Buenos Aires de una de las últimas obras de este tipo. Por supuesto le pedí a Nico que me acompañara así podía discutir con él mis hipótesis para el artículo. También entrevisté a la directora antes de ver la puesta. Después me di cuenta de que eso había sido un error, no grave pero error al fin.
La cosa es que yo venía tan entusiasmada con el asunto que así hubiera sido Bañeros 3, yo le habría puesto todas las pilas. Fuimos al Cervantes. La función era en la salita de arriba, la de las sillas incómodas. Bueno, todas las sillas y butacas del Cervantes son incómodas.
Empezó la obra. Todo muy luminoso. En escena, un tipo morochón de traje blanco y bigotes de cana sentado, esperando. Luego, se abrió una puerta y apareció otro hombre igual de morocho, canoso, muy peludo y vestido como Marilin Monroe.
Nico me dijo: esto es una mierda.
Traté de que bajara la voz. La directora estaba entre el público. Marilin tenía pelos hasta en la espalda. Nico se movía en la silla y no paraba de resoplar. Hacía ruidos.
¡Ojalá hubiera sido Bañeros 3, por lo menos en esa las travestis son más lindas!
Cuando empezó a recitar versos de La cautiva, Nico me dijo: yo me voy.
-No podés. Pará un poquito.
-Esto es insoportable.


Era el momento y la hora
En que el sol la cresta dora...

Yo estaba ofendidísima. Y con lágrimas en los ojos, usé el típico, trillado y efectivo reproche: "Ves cómo sos, cómo no me apoyás en nada. Vos sabés que esto es muy importante para mí."

De los Andes y el desierto
Inconmensurable, abierto...

Y Marilin levantaba los brazos y dejaba ver sus axilas sin depilar. Nico bajó la vista y aguantó, estoico, hasta el final. Después de ese día acordamos que me esperara a la salida.
Esa vez quedó como una de mis tres peores y más avergonzantes experiencias en el teatro.
La primera es también la más lejana en el tiempo. Fue en el Teatro San Martín. No me acuerdo qué había ido a ver. Lo importante es que había ido con un proyecto de novio.
Ya estaba por empezar la función. Se escuchaba la voz grabada con el "El teatro San Martín les da la bienvenida..." cuando un tipo se me acercó y me dijo: Flaqui, qué hacés, cómo estás. ¡Qué gusto encontrarte!" Me dio un abrazo re efusivo, me dio un beso, me agarró el pelo, me agarró la mano. Después me dijo: ya empieza, después hablamos, ¿dale? Antes de que pudiera decirle nada se acomodó unas butacas más allá.
"... y les recuerda que no se pueden tomar fotografías con flash durante la representación." Mi acompañante me recriminó que no lo hubiera presentado. Yo le retruqué que no me podía acordar de quién era. Él mucho no me creyó. Pero yo estuve toda la función tratando de identificarlo. Cada tanto lo miraba de reojo. Me recriminé el no ser muy buena recordando caras. ¿Pero quién me dice flaqui?, pensaba y no se me ocurría nada. Por fin terminó la obra. El tipo se me acercó con ganas de volver a abrazarme pero pasado un segundo se frenó. Me miró y me dijo: ah, perdón. Te confundí con otra persona. Y se fue.
La segunda fue un poco más violenta. Pasó durante una obra de Alberto Félix Alberto. Había ido con un amigo, compañero de actuación, que además era sociólogo. Cuando llegué, él ya había sacado las entradas. Dieron sala. Nos ubicaron en la segunda fila. Había bastante gente y nos fueron apiñando un poco. Mucha gente en realidad. Apagaron la luz y mi amigo se agarró la cabeza y dijo: ¡la laptop!
Siempre fue muy despistado, pero esta vez se había pasado. Se olvidó en el bar de la entrada del teatro el maletín con su notebook y una copia del informe que tenía que presentar al otro día en el laburo. Intentó pararse para salir pero era imposible. Las gradas hacían que se tuvieran que levantar todos los de la primera fila para darle paso. De atrás le chistaron para que hiciera silencio. Estaba atrapado.
La obra repetía una misma escena: un hombre con piloto tocaba el timbre de una casa. Eso daba lugar a un montón de situaciones de lo más inverosímiles al otro lado del escenario. Mi amigo empezó a sufrir: si pierdo la compu me mato, tengo todo ahí. Yo trataba de tranquilizarlo. Un tipo sentado un poco más atrás se enojó porque hablábamos y empezó a putearnos. Esto es una falta de respeto, decía, yo pagué la entrada. Se iba encabronando. Del otro costado de la sala le empezaron a chistar al que se quejaba. Una chica de la primera fila nos expresó su solidaridad por la situación. Otro, un poco más lejos preguntó cuál era el problema. Alguien le respondió.
En escena, el tipo del sobretodo volvió a tocar el timbre. Mi amigo probó pararse una vez más. Pero el tipo de atrás lo sentó de prepo. Yo pensé que se agarraban a piñas ahí mismo. De más lejos volvieron a chistar. En escena, un gordito hacía que se cojía un pedazo de carne cruda. Pocas cosas más desagradables. Yo lo miraba sufrir a mi amigo.
Finalmente, el tipo del sobretodo tocó el timbre por última vez. Antes incluso de los aplausos mi amigo salió disparado. Mientras saludaban, los actores trataban de entender qué es lo que había pasado. Al mismo tiempo se asombraban de la efusividad de los aplausos. El tipo puteador, para darnos un ejemplo de civilidad, aplaudía como si hubiera tenido una revelación divina.
Resultó que habíamos hecho tanto quilombo que la acomodadora nos estaba esperando en la puerta con el maletín de mi amigo en la mano y la recomendación de no volver por ese teatro nunca más.

jueves

quién me manda

Poco motivada por el frío (nueve grados) y la hora (nueve de la mañana), llegué a un cuartucho helado y sombrío. Iba a leer una ponencia en el congreso de teatro que se hace una vez por año en el Cervantes. Ya instaladas en la mesa y bastante aburridas dos mujeres revisaban sus papeles. Una de ellas tendría unos sesenta años y tatuajes en las manos (algo me que resultó inquietante por demás). La otra participante de la mesa era una bailarina brasileña que ni bien llegó se acurrucó en un rincón a dormitar. La cosa pintaba mal.
Traté de establecer conversación pero nada. A cada comentario mío mujían, asentían y me ignoraban. Qué frío que hace. Mmmm. Vos sos fulana, no?. Mmmm. Es muy temprano para hablar de teatro. Mmmm.
Desistí. No te digo que mi conversación fuera la apoteosis del entretenimiento, pero me hubiera gustado que valoraran mi esfuerzo. Nueve grados, nueve de la mañana. Qué querés.
Después llegó la coordinadora de la mesa. Se la veía un tanto decepcionada por la falta de público. Propuso esperar un poco. Yo quería leer e irme pero no, había que esperar.
Dos personas. Está bien, larguemos.
La mesa tenía el título "teatro y literatura", nombre lo suficientemente vago para que entre la asombrosa variedad de temas que se abordaron. Asombrosa en verdad.
Ya en congresos anteriores tuve que sobrellevar situaciones complicadas. Es más, en mi última presentación, la señora que leía justo antes que yo se emocionó tanto por las palabras que ella misma había escrito que terminó su ponencia en un mar de lágrimas. Entre hipos y mocos pidió disculpas a la audiencia que, demostrando simpatía, terminó brindándole un sentido abrazo colectivo. ¿Cómo remontar eso? ¿Cómo leer mi triste trabajito después de semejante final? ¿Cómo conservar el sentido, el estilo, las ganas cuando con un golpe de efecto tan certero se gana por entero al público que esperás conquistar por medios más sutiles? Después de eso, lo mío era una estupidez recalcitrante y aburrida. Lamenté no tener papel picado en los bolsillos.
Sin embargo, este año se superó.
Empezó la bailarina brasileña que hablaba un español muy aceptable. La idea era contar de cómo utiliza los textos de una poeta marginal para explorar cuestiones autobiográficas y de memoria emotiva con los actores. Sin embargo, de Stanislavsky a Barba, pasando por Artaud, Grotowsky, la danza Butoh y demás inventos no dejó autor sin mencionar a excepción, por supuesto, de la poeta marginal brasileña. Si habré escuchado ponencias así.
Para ese entonces, se había sumado algo de público. Ya llegaban casi a diez personas. Le siguió el turno a la mujer niña que se asomaba por el borde del escritorio (otro día voy a contarles de cómo las personas y cosas chiquitas me dan tristeza). Dio una charla sobre un dramaturgo cordobés. En realidad, fue una larga reseña bio-bibliográfica con datos de sus publicaciones y sus puestas. Para cuando terminó, ya el grueso del público había desertado.
Me tocaba el turno a mí. Leí ante las dos personas del principio que, tan estoica como inexplicablemente, continuaban en sus asientos. Terminé mi texto. Ovación.
Habían dejado para el final a la abuela tatuada. Ella se presentó como médica veterinaria. Sí, tuve que contenerme para no explotar. La médica veterinaria (repito y no me la creo) forma parte de un grupo que investiga, atención, el cerebro de los actores. No daba crédito a lo que estaba presenciando. Al principio creí que mi propio cerebro me estaba jugando una mala pasada. Pero no. Acto seguido, empecé a tomar notas. Después de citar a Darwin explicó que lo que le interesa es "completar un análisis del cerebro para ver lo específico de la emoción y encontrar así las bases neuroanatómicas". También aclaró que las nuevas tecnologías permiten estudios no tan cruentos. Me acordé de cuando en el colegio nos hicieron diseccionar un sapo. A continuación, como éramos pocos, nos pasó un dibujito de las diferentes partes del cerebro y nos fue explicando la finalidad de cada una de ellas. Terminó diciendo que mañana, otro de los veterinarios va a completar los resultados preliminares de la investigación porque, como se podrán imaginar, esto da para mucho.
Así que, actores del mundo sépanlo bien, en Tandil hay unos veterinarios dispuestos a estudiar sus locas cabecitas y explicarles por qué son tan propensos a la emoción pero ojo porque si no se portan bien, tal vez no los dejen salir del corral.

martes

me saldaron

Me enteré el viernes a la noche, paseando por Corrientes. En una librería descubrí el pilón de libros con mi nombre.
Primera reacción: horror. Respiré hondo. ¿Qué me pasó desde que salió el libro hasta ahora? ¿Qué estuve haciendo todo este tiempo?
Segunda reacción: comparar el mío con otros libros que corrieron igual suerte. Descubrí que estaba bien acompañado.
Llegué a casa y le dije a Nico: "Me saldaron" y él me respondió: Qué bueno, por fin te van a poder leer. En definitiva, tiene razón. Tercera reacción: alegría.
Así que, entre otras muchas cosas, se puede conseguir en Corrientes una historia de un teatro independiente de Buenos Aires (el Payró) escrita con trabajo, admiración y algo de ingenuidad al precio que deberían tener todos los libros.

miércoles

estamos en obra

Algo que demanda sangre fría, confianza y una inversión constante y colosal de plata. Virtudes todas que no me andan sobrando ultimamente. Como Nico trabaja todo el día, soy yo la encargada de llevar adelante la puesta a punto de nuestro futuro hogar. Eso es: ponerme de acuerdo con el arquitecto, tratar con los albañiles, comprar los materiales en el corralón, contratar volquetes, calmar a los vecinos que siempre tienen quejas, hacer trámites de todo tipo y sobre todo pagar, pagar y pagar.
Tenemos algunas ventajas que hacen la diferencia: no estamos viviendo en obra. Si así fuera, yo ya hubiera colapsado en un ataque de nervios hace mucho tiempo. Aunque varias veces por día me veo en situaciones que recuerdan a Hogar dulce hogar, vieja película de Tom Hanks en la que una pareja compra una casa para refaccionar.
Otra de las ventajas es que la gente que está trabajando en la casa es adorable: un albañil que tiene voz de locutor de radio y es tan formal y delicado que parece que hubiera estudiado construcción con el conde Chicoff. El locutor trabaja con su cuñado que es aficionado al ciclismo, un deporte no demasiado popular, pero que le despierta reflexiones de lo más apasionadas. Hoy tuvieron que dejar de trabajar porque extraviaron a su suegra. Parece que la señora venía desde Paraguay a visitar a la familia pero nunca llegó a Retiro. Seguramente, boleada después de más de treinta horas de viaje, se bajó antes o después de su parada. La esposa de Oscar lo llamó desesperada: andá a encontrar a mamá. Y ahí nomás, pidieron permiso y se fueron. Espero que logren encontrarla.
Mi suegro es el arquitecto a cargo del proyecto y nos está dando una mano enorme. Voy aprendiendo a tratar con él, a entender tiempos y tareas pendientes. Como toda obra, la casa tiene algunos puntos conflictivos o indeterminados. Cuando me carcome la ansiedad y busco respuestas, mi suegro que tiene mucha experiencia al respecto, me tranquiliza poniendo plantas. Ahora tengo plantas en el frente, en una ventana y en el bajo escalera. Debo decir que se redujeron bastante.
También voy ampliando mi vocabulario. Ya manejo un pequeño diccionario de obra. Aprendí por ejemplo que cuando te piden "plasticor" es "hidrolit" (me falta saber para qué sirve). También me siento re canchera cuando me piden hierro del 10 y lo escribo en signos. Pequeñas gratificaciones de obra. Los del corralón son un caso aparte. Lo atiende una chica muy pero muy linda y muy pero muy amarga. Sacarle una sonrisa es prácticamente imposible. Supongo que al tratar todo el día con hombres ya se le hizo costumbre ladrarle a todo el mundo. Que sólo se compra en efectivo, que si la factura "A", que si se puede juntar la leca con la arena, que si no te cobro el flete, que los materiales no te los descargan, siempre tiene un pero. Me quejo pero sigo yendo a comprarle a ella. Supongo que después de cuatro meses ya le tomé cariño.
Por ahora, mi casa se ve así:

jueves

PERIODISMO PURO SIN FIRMAS

Los trabajadores de prensa del diario y editorial Perfil tras un mes de asambleas, decidieron dejar de firmar sus notas a partir del día 5 de julio de 2006, como protesta frente a la falta de respuestas al reclamo que vienen llevando adelante.
Asimismo, se convocó a los colaboradores Magdalena Ruiz Guiñazú, Jorge Lanata, Pepe Eliaschev, Nelson Castro, Gonzalo Bonadeo, Víctor Hugo Morales, Quintín, Damián Tabarovsky, así como a los columnistas de las diversas publicaciones de la empresa, para que se sumen a la propuesta de no firmar las notas.

Consideramos que ningún trabajador que percibe un sueldo de 800 pesos puede realizar una tarea de excelencia como la editorial pretende para sus publicaciones, menos aún, en las condiciones laborales con las que convivimos.

Para iniciar las medidas de fuerza, que continuarán hasta que nuestro reclamo sea atendido satisfactoriamente, los trabajadores nos movilizaremos este jueves 6 de julio desde la sede de Chacabuco al 200 hasta la redacción de la revista Noticias –separada por la empresa tras un conflicto gremial- situada en Talcahuano y Corrientes.
Más información en envolviendo huevos.
Por favor, si es posible, linkiá este post en tu blog.

martes

¿no se les fue un poco la mano?

Ya sabemos que la televisión educativa es un soborno para madres culposas pero creo que los de Vitina exageraron con esto de querer educar hasta en la publicidad. Si para tomar una sopa te tenés que aprender los planetas, para venderte un celular ¿te van a enseñar la regla de tres simple? ¿No será mucho, señores?

miércoles

Gómez

-No te creo. -Vale fue terminante.
-Si no me creés, preguntále a Gómez. -Retrucó Nancy.
-¿Gómez?
-Sí, el chimpancé es de ella porque el papá es cazador.
-¿Segura que era un mono? ¿No sería una tortuga?
-Hambre.
-Si es cazador, el mono tenía que estar muerto, nena. Dejá de mentir.
-¡Era el hermanito de Gómez! -Vale y yo nos reímos.
-Tarada. Gómez no tiene hermanos. Era un chimpancé, te lo juro.
Nos contó que el papá de Gómez trabajaba para un zoológico y que tenía toda clase de animales en la casa: pájaros, monos y conejos. Nancy estaba eufórica, sacudía las manos mientras hablaba. Gómez le había dicho que estaban esperando un tigrecito para fin de mes.
Ellas siguieron hablando pero yo me desentendí. Me imaginé al papá de Gómez, sentado en un escritorio robusto de madera oscura, con un casco marrón y fumando en pipa. Esa casa debería ser inmensa, con distintas habitaciones pobladas de los bichos más extraños. Una biblioteca antigua llena de pájaros blancos. En la cocina, peces, muchos peces de colores. La habitación de Gómez seguro tenía juguetes y peluches que se mezclaban con los otros animales y no sabías muy bien qué era de mentira y qué se podía mover. Y hasta algún cuarto para las serpientes, arañas y lagartos que seguro también comercializaba el buen hombre. Una pequeña Arcadia pero en Almagro. Nació un anhelo. Y con él, nació un problema. Ana Cecilia Gómez era la más tacaña, caprichosa y traicionera de quinto "B" pero yo tenía que encontrar la forma de ser su amiga.
Esa tarde, Luisa me fue a buscar al colegio. Durante años fue nuestra mucama y niñera. Cocinaba como los dioses pero todos la recordamos porque tenía un carácter de mierda. No sé muy bien por qué mi mamá la aguantaba, supongo que sería algo karmático. Luisa vivía de mal humor, peor que eso, iba enojada con la vida, peleada con el mundo, ofuscada de antemano. Era famosa en el barrio por sus malas contestaciones. Cuando quedó embarazada, se puso imposible. Todo la irritaba. Mamá nos pedía paciencia. Si se le cortaba la mayonesa, era preferible irse sin comer. Mi hermana la jodía con que iba a parir al bebé de Rosemary.
Volví a mi casa con la preocupación instalada. No sabía muy bien por dónde empezar y Ana Cecilia Gómez me caía realmente mal. Pero, un tigrecito...
-Luisa, ¿alguna vez te pasó tener que estar con personas que no te bancás?, le pregunté.
Me miró como diciendo ¿me estás jodiendo?
-¿Y qué hacés para ser su amiga?
Gruñó por toda respuesta. No era la informante indicada.
En casa, me encontré con que papá había llegado temprano del laburo. Estaba sentado en el living. Aunque todavía era de día, ya se había puesto el pijama y, destornillador en mano, trataba de arreglar una radio portátil. Pasé delante de él para dejar la mochila. No pude evitar mirarlo con tristeza.

viernes

te da vueltas se muda

Estamos estrenando un nuevo blog de crítica de teatro. Recorremos la cartelera, vamos a los estrenos y te decimos qué obra es un bodrio y qué obra no te podés perder. Actualiza todos los jueves.

martes

sábado

Había pasado el sábado en el country de mis viejos. A eso de las siete le pedí a mi papá que me lleve de vuelta a casa. Estaba terminando de juntar las cosas, salir con Pipi siempre es una pequeña mudanza, cuando cayeron de visita unos amigos de mi vieja. Ella es abogada y él, empresario textil de origen croata. También trajeron a su nieta de seis años, un primito gallego que estaba de visita y tres docenas de medias lunas. Fue un torbellino. Llegaron, se sentaron, prepararon infusiones para grandes, para chicos, comieron, el galleguito no paraba de hablar, Pipi no paraba de llorar, de fondo el disco de Miranda en vivo y mi papá que no arrancaba.
Mi vieja y sus ideas. El contexto le pareció el indicado para que, escuchen bien, su amigo croata me contara la historia de una viejita de noventa años que es medio pariente suya porque, cito "vos que escribís, podés sacar ideas para una novela" y siguió con el fatal "es tan interesante". Se me congeló la sonrisa.
El tipo empezó a tirar datos y mi vieja a anotarlos febrilmente en un papelito. El croata decía: ella nació en 1911. Mi vieja anotaba: 1911. La madre se murió cuando ella tenía dos años, el padre se volvió a casar pero se suicidó en la crisis del '30. Mi vieja anotó: Madre, dos años, padre suicida. Ella se escapa casándose con un médico comunista. Mi vieja anota: se casa con médico. Y más abajo: comunista.
Yo estaba parada moviendo de un lado a otro a Pipi que no paraba de lloriquear. Con la mano que me quedaba libre, le daba golpecitos en la espalda a mi viejo, tratando de hacerle ver que quería que arranque de una buena vez.
El croata y mi vieja seguían: y éste es un dato importante por lo que va a pasar después, ella manda a sus hermanas menores a un colegio de monjas pupilo. Cuando llegue a la Argentina, una de las monjas la va a reconocer y le va dar trabajo como cocinera. Mi vieja anota: monja la reconoce. La amiga de mi vieja acotó: pero esto confunde, vas, venís. Así no se puede contar, no se entiende. Breve discusión sobre recursos narrativos.
Seguían con la historia: que la vieja se cambió el apellido, que después se enamoró de otro tipo y se casó por segunda vez, que el tipo llegó a ser funcionario del gobierno. Mi vieja anotaba: el segundo, abogado, nacionalista. Lo que faltaba, pensé, vieja nazi. Tenés que conocerla, me repetían.
Miranda seguía sonando a full, el galleguito también, Pipi también. Ahorro más detalles del escape por los Alpes, la llegada a la Argentina, el lujo y la miseria. De las recepciones en palacios a limpiar pisos.
Se terminaron las medias lunas y papá, finalmente, le dio bola a mis desesperadas señales de humo para irnos. Mi vieja, solemnemente, me entregó el papelito como destinándome a la grandeza. Lo miré bien. Increíble, era el ticket de las compras del Disco. Lo guardé como un ready-made.

jueves

¿qué probabilidad hay?

Ni bien me subo el tachero me dice: qué bien te quedan los anteojos. Cagamos, pienso, otro pesado más. Y sigue, ¿viste?, magia. No toqué nada y el reloj empezó a andar. Tiene un sensor para las chicas lindas. Ufa, pienso y ya no lo escucho.
El tipo meta hacer jueguitos de palabras tontos y metiendo frases al estilo de Dolina. Insoportable. De repente, se pone a hablar en francés, lo traduce después al inglés y sigue con algo que creo es alemán. No sabía si preguntar, ya me había pasado antes que un tachero me estuvo tirando palabras en chino y después descubrí que las había sacado de la playboy. Me arriesgué.
Soy filólogo, me dice, hablo nueve idiomas. Estudié en Alemania.
Y después sigue: ¿vas a un canal de televisión?
No, le digo, al corralón a comprar materiales. Estoy arreglando mi casa.
Después me citó el principio de la Eneida, puteó a Cavallo y me dejó en la esquina.
Quédese con el cambio, le dije y me bajé.

martes

asado en merlo

Llegamos a la quinta en esa hora incómoda de la media mañana, muy tarde tarde para un café con leche y muy temprano para picada y vino tinto.
Ya habíamos tenido esta charla. Le causaba gracia que mi familia fuera tan chiquita.
-¿Cuántos son en tu familia?
-En total somos siete. Mis viejos son hijos únicos. No tengo tíos ni primos ni nada. Sólo mis viejos y mis hermanas y mis dos sobrinos.
-Nosotros, después de algunas bajas, divorcios y deserciones somos cincuenta y tres. Los íntimos.
-¿Y te acordás los nombres de todos?
-Claro, tonta.
-¿A ver? Probalo.
Yo estaba fascinada con esa multitud pero ¿tenía que conocerlos a todos juntos ese domingo?
Dimos diez millones de vueltas y finalmente llegamos a la quinta. Ya habían llegado casi todos. Euforia. Nos recibió la hermana de Jorge. Se había divorciado hacía muy poco y estaba emboladísima de volver a convivir con su familia. Eso le daba cierta malicia que hasta la volvía entretenida. Me ofreció un mate lavado que me quemó la lengua y me reventó el estómago.
Por todos lados veía gente charlando en grupos, todos parecían divertidos: mujeres haciendo ensaladas, hombres panzones y sudados blandiendo palos humeantes y cuchillos, niñas charlatanas peleando por sus barbies, adolescentes regordetas tomando sol, padres recientes que se hacían llamar Charly o Willy. Maestras y directoras de colegio primario que puteaban como barrabravas. Psicopedagogas y profesoras de gimnasia discutiendo sobre celulitis.
Yo iba escondida atrás de Jorge, absolutamente intimidada por la situación, saludaba y sonreía. Ya me dolía la cara de tantos besos. ¿A los nenes también hay que saludarlos? ¿Por qué los obligan a besar a extraños? ¿Tengo que agacharme hasta el piso para que un nene con la cara llena de mocos se niegue a saludarme? Mientras una madre orgullosa le dice: Dale, Ian, ¿porqué no le das un beso a la novia de George? ¿Tu nombre era?
Si yo hacía el esfuerzo de aprenderme nombre, sobrenombre, relación de parentesco, profesión o algún otro dato que me permitiera iniciar una mínima conversación, ¿qué le costaba a esta estúpida retener que yo era María? María, dije. Me empecé a fastidiar.
Jorge era el menor de los primos grandes, la mayoría ya casados, fanfarrones o sólamente nabos. Me quedaba tratar de encontrar algún aliado entre los más chicos. Una estudiante del profesorado de gimnasia me preguntó si había leído a Fromm. Huí. Me acerqué a los mellizos. No me costó nada darme cuenta de que Beto tenía un sólo tema de conversación: fútbol. Mati, su hermano, me miró con desdén sin dejar de tararear una canción de Talía. Hay algún clóset con ganas de abrirse, pensé y me seguí mi camino.
Juli, la hermana de Jorge, me preguntó si había llevado la malla. Le dije que no y se ofreció conseguirme una. La quinta tenía una pileta hermosa. No me ponía un traje de baño enterizo desde el colegio. Peor no me podía quedar: cuando caminaba, se me metía en el culo y tenía un cierre que me aplastaba las tetas. Agradecí a todos los santos por lo menos haber ido bien depilada.
Nos sentamos a comer en el quincho. Chinchulines, choricitos, tira de asado, vacío, mollejas, ensaladas de todo tipo y vino tinto: comer hasta la autodestrucción. La madre de Jorge se me acercó y el primer comentario me cayó pésimo: "así que tenés dos sobrinos. Empezó joven tu hermana." ¿Empezó qué? tenía ganas de decirle. Pero se fue a traer más hielo. Pasó. Se me acercó la tía puteadora y continuó "así que estudiás letras. ¿Y qué carajo vas a hacer cuando te recibas?" Me disculpé y me fui al baño. Trajeron los postres. A seguir morfando. Jorge se puso a discutir con Beto, el mellizo, y Charly, el abogado fanfarrón, sobre el destino de la selección nacional. Yo estaba aburrida. Me solté de la mano Jorge. Las dos adolescentes regordetas ensayaban con Mati una coreografía de Britney Spears. Lamenté estar pasando una etapa fundamentalista anti-pop. En un rincón las mujeres casadas estaban intercambiando frustraciones. Cuando me vieron venir, se callaron. No había lugar para mí en ese asado. Me acerqué a las nenas y jugamos con las Barbies.
¡Todos al agua! Jorge me dijo dale si te gusta, andá a la pile. Chapuzón. Las nenas se tiraban desde el borde salpicando a todo el mundo. Como Ian no sabía nadar, tenía esos flotadores transparentes en los brazos y se movía como un perrito. También se metieron las adolescentes regordetas y los mellizos. Es decir, todos los primos más chicos y yo, aspirante a serlo. Empezaron a pasarse una pelota pulpo. Iba y venía. Dos equipos, jugaban al loco. En una de esas, la pelota cayó cerca de mí. La agarré y empezaron a gritar: tirámela a mí, tirámela a mí. Feliz de por fin ser parte de algo, apunté y la tiré con tanta mala suerte que la pelota picó en el agua y fue a parar de lleno, violentamente, contra la cara de Ian. El nene se tomó un momento, juntó fuerza y pegó un grito que duró un siglo. Movía los bracitos con los flotadores. El agua se empezó a teñir de rojo. Vinieron corriendo todos los adultos. Lo rescataron. La madre le puso la cara para arriba y le limpió la sangre con un pañuelo. El pendejo no paraba de gritar. Yo, paralizada. Miré a mi alrededor tratando de encontrar alguna mirada cómplice. Pero no.
Desde entonces soy la peor. Soy la que le partió la nariz al nene. Todos me odian.

jueves

pollo al horno

No nos habíamos visto nunca pero cuando abrió la puerta de su casa, supe que me odiaba. Llegué temprano, sonreí. Ella, nada. Lamenté no haberle llevado flores o algo.
Se corrió para darme paso. Entré a un living frío y oscuro. Al costado, arrinconados, había unos patines. Dudé si tenía que usarlos o no.
-Xavi fue a comprar algo, ahora viene. -me dijo con un acento raro. La situación había nacido incómoda. Asentí con la cabeza exagerando el movimiento.
-Lindo departamento.-dije medio por decir. Miré a mi alrededor y no pude encontrar ningún objeto que tuviera que ver con Javi. Imposible reconocerlo viviendo en esa casa. El sillón donde me acomodé era demasiado bajo y lamenté haber ido con la mini. La mujer me dejó sola un momento. Sobre un aparador había algunas fotos familiares. Ver a Javi con flequillo me causó gracia. Ella estaba irreconocible, con el pelo largo y sonriente. Cómo cambió esta mujer, pensé. Escuché el ruido de la puerta de calle y me sentí aliviada.
Javi llegó y fuimos a su pieza, un cuartucho al lado de la cocina. Era la típica habitación de servicio de los departamentos antiguos. Pero ahí sí reconocí su estilo. Había pintado las paredes con aerosol y pegado recuerdos y fotos. Ver uno de mis dibujos cerca de la ventana me llenó de amor. Prendió un cigarrillo y me sonrió. Puso algo de música. Se había comprado una guitarra y trataba de sacar algún tema con paciencia pero sin arte. Resultaba encantador aunque levemente exasperante. Le saqué el pucho de la boca y dí una pitada. Volvió a sonreír. Me senté en la cama. Era bastante cómoda. Yo podría dormir acá, pensé.
De repente, apareció Ángela sin tocar la puerta siquiera. Usando sus derechos de propietaria, se metió en el cuarto como esperando vernos desnudos. Nos sobresaltó. La comida estaba lista: pollo al horno con papas.
Pasamos al comedor. La mesa era muy grande, de madera oscura, y hacía juego con un aparador y una vitrina que tenía vajilla y mates de plata. Dejaban muy poco espacio para pasar. Los muebles resultaban demasiado grandes, como resignados a vivir en ese ambiente minúsculo. Todo era oscuro y desproporcionado. Le daba a la ocasión la solemnidad de un velorio.
El papá de Javi había muerto en un accidente cuando él tenía cuatro años. La avioneta que piloteaba se había estrellado dejando a Ángela viuda, con algunas deudas y mucho rencor. Javi me confesó una noche que inventaba recuerdos, momentos compartidos que hubiera querido vivir con su padre. Tanto que fue borrando los recuerdos verdaderos. No lograba distinguir qué había vivido realmente y qué se había inventado. Supongo que a Ángela le fue pasando algo parecido.
La madre se sentó en la cabecera. El pelo gris la hacía ver mayor. A su derecha se ubicó Javi y yo a su lado. Sobraba un lugar. ¿Esperaban a alguien más? No sabía si preguntar.
Sonó el timbre. Fue un alivio.
La abuela de Javi vivía en el mismo edificio. Era una mujer muy flaca y ligeramente curva, bastante alta y con algo frío en la mirada de un azul casi blanco. Sin embargo, transmitía algo vital y afectuoso en el trato.
Nos sentamos. Javi se quiso hacer el grande y se sirvió vino. La madre lo retó. Él protestó. Matilde, la abuela de Javi, me preguntó por mi familia, todo el bendito árbol genealógico y sus derivaciones. Ella sí parecía estar interesada en mí. Después me contó de su hija la menor que estaba en un convento porque era Carmelita descalza. Me aclaró que igual usaba zapatos pero que como era monja de clausura, la veía muy pocas veces al año. El pollo estaba un poco seco pero las papas eran deliciosas.
Promediando la cena, Ángela le preguntó algo a su madre. Hablaban en francés. Ella le constestó. Javi me miró y le respondió medio seco. Se lo notaba contrariado pero todos querían conservar las apariencias. Horrible.
Yo no entendía ni jota de lo que se decían. Escuchaba a una, después a la otra. No había que ser una luz para darse cuenta de que estaban hablando de mí con total impunidad. Hoy supongo que hubiera reaccionado de otra manera, digo, hubiera reaccionado de alguna manera; en ese entonces, era chica, me quedé sentada pelando los huesitos. Comía en silencio, desconectada de la charla. Ellos seguían meta parlotear. Recordé que lo único que yo sabía decir en francés era: "Voulez vous coucher avec moi ce soir" y me resultó tan fuera de lugar, tan inapropiado para la situación que me dio un ataque de risa. Estallé en una carcajada, incontrolable, irrespetuosa, expansiva. Ángela y Matilde movieron la cabeza al mismo tiempo para ver qué me pasaba. Más quería parar y peor era, más me reía. Tapándome la boca, me paré y fui al baño.
Javi vino atrás mío. No sabía cómo pedirme perdón. Pensó que me había levantado llorando pero cuando me vió, se tentó él también. Le quería contar y no podía. Quedamos parados en el baño, mirándonos como dos idiotas riendo a más no poder. Queríamos hablar y se nos cortaban las palabras por las carcajadas. Cuando Ángela nos llamó para tomar el café, fue el acabóse. Creí que me moría.
Un tiempo después, Javi y yo nos peleamos. A Ángela no la volví a ver. Sé que es abuela y que sigue viviendo en el mismo departamento. Nunca se volvió a casar.

miércoles a la tarde

Pierina dijo Mamá.

viernes

la fidelidad de las fuentes

Llevé a Pipi a las hamacas para bebés. En las de grandes, había una nena levantando polvareda con los pies. Estaba aburrida y se nos acercó para charlar.
-Los bebés saben sacar la raíz cuadrada, fue lo primero que me dijo.
Tenía la prepotencia de las nenas pizpiretas. Estaba muy interesada en comprobar su teoría con Pierina. Había leído por ahí que los nenes chiquitos saben hacer un montón de operaciones matemáticas y que después se las olvidan. Es por eso que cuando crecen, tienen que volver al colegio.
- ¿Tres por ocho?, le tomó examen a mi bebé.
- Baa, aaahh, le respondió Pierina.
-Muy bien, dijo la nena.
-¿Cómo sabés que hizo bien la cuenta?, le pregunté.
La nena se quedó pensando un rato y me dijo: Y, bueno, no sé si es muy confiable, lo leí en Billiken.

lunes

el día que Perla voló (el final)

La verdad es que me costó mucho. Di un montón de vueltas antes de encarar esta parte. Es más, se me acabó el verano y todavía no conté cómo fue lo de Perla. La perspectiva de revivir esa pelea con Clarita me ponía en tensión incluso antes de sentarme a escribir.
Sí, Clarita y yo nos peleamos re feo esa tarde. La euforia por el encuentro con Enrique Apostillas se me había subido a la cabeza y lo manejé mal.
Yo quería ir sola al cine. Se lo planteé como un hecho.
Clarita se enojó.
Yo me encapriché.
Ella se ofendió.
Pero eso fue sólo el detonante. Se me desató la lengua y con saña le largué la lista de lo que me incomodaba. Como una catarata, me salieron a los gritos todas las cosas que tenía atragantadas: comer siempre los mismos sanguchitos con mayonesa al mediodía, no tener ni un solo minuto para mí, que Clarita confundiera brutalidad con honestidad respondiendo al ¿cómo me queda? y, sobre todo, la perra esa de mierda.
Se hizo un silencio.
Ni bien terminé de decirlo, supe que me había extralimitado. Pero lo dicho, dicho estaba y no podía hacer nada para arreglarlo. No había vuelta atrás.
Clarita se quebró.
Esa noche Enrique Apostillas no fue al cine. Nosotras tampoco. La pelea derivó en otra cosa, algo más íntimo. Nos contamos cosas que nunca le habíamos dicho a nadie. Hablamos de cómo ella extrañaba mucho a su mamá, de cómo yo odiaba al novio de la mía, de nuestros miedos más escondidos, de la enfermedad, la soledad y el amor, de qué queríamos, esperábamos y temíamos del futuro. Fue una noche de confesiones, de esas que te dejan sonriendo después de haber llorado mucho. Esa noche fue la primera vez en mi vida que sentí el alivio de por un ratito compartirlo todo con alguien, sentí la comunicación funcionando a pleno, sin necesidad de esfuerzos o malentendidos. Esa noche terminó de cuajar una amistad que me acompaña hasta el día de hoy.
Todo muy lindo, muy emotivo pero ¿y la perra?
La cosa fue así. Ese día, Perla estaba fatal. Se la había agarrado con un nene que le había tirado arena mojada. Ella esperó a verlo caminando solito y lo embistió como para comérselo. El nene corrió al agua. La perra desde la orilla le ladraba. Si él daba un paso, ella también. Si él quería salir, ella le mostraba los colmillos. Estaba decidida a morderlo pero no se iba a meter al mar. El nene temblaba de frío y de miedo. Se puso a llorar. Una madre con bikini verde agua corrió a rescatarlo. Perla buscó refugio con nosotras. Atrás vino la madre hecha una furia. Quería algún tipo de compensación por el "daño" que había recibido su hijito. Nos dió un ultimátum: esa bestia se tenía que ir de la playa.
Yo, a esa altura, estaba proPerla. Le debía mi lealtad aunque sea para reparar mi ofensa anterior. No iba a permitir que la dejaran encerrada. Ella tenía tanto derecho como nosotros de disfrutar de la playa. Se lo dije a la madre con bikini. Pero andá a hacérselo entender a una rubia bronceada y con tatuaje (ubicado en el lugar que se afloja con el paso de los años) que come ensalada de fruta a morir y se cree el árbitro moral del mundo. La perra no ayudaba, le aullaba detrás nuestro, creo que le tenía un poco de miedo a la mamá rubia. Conseguimos que dejara de gritar recién cuando prometimos mantener atado al bicho. Pero, ¿dónde? A Clarita se le ocurrió la genial idea de hacer atarla a la sombrilla. Lo que no tuvimos en cuenta fue el viento. Para el que no lo sepa, la costa argentina se caracteriza entre otras cosas por la intensidad de su energía eólica.
Sin violencia pero sin titubeos, la sombrilla se liberó de su encierro de arena para elevarse a un destino mejor. En un segundo, se voló llevándose consigo la preciosa carga. Fue todo muy repentino. La primera sensación que recuerdo es auditiva antes que visual. La sombrilla se fue rodando, los lunares chocaban contra la arena, tomaban envión y giraban nuevamente en un trazo envolvente. La perra acompañaba el movimiento centrífugo: por momentos desaparecía debajo de la sombrilla, por momentos se elevaba al cielo desafiando la gravedad hasta que la correa se tensaba y volvía otra vez a caer. La intensidad de los ladridos variaba según la posición en esta rueda y el grado de ahorcamiento por la tensión del collar. Pasaba de un sonido pleno a un aullido ahogado y luego a un quejido agudo sobre todo cuando Perla se encontraba en los puntos más altos de su vuelo. Dio fácil cuatro vueltas antes de que se me ocurriera reaccionar. Nos tomó por sorpresa a todos. Clarita salió corriendo. Yo la seguí como pude, tenía una ataque de risa. La madre con bikini me miró con desprecio. La danza macabra de la sombrilla y la perra adquirió velocidad. Para ese entonces, Clarita tenía la delantera en tratar de alcanzar al engendro. La seguía yo sin mucha convicción. Antonio no podía correr pero nos gritaba indicaciones. Se nos sumó el Mitch, que después de sonar el silbato (tenía que dejar sentado que reprobaba el peligro de una sombrilla voladora con perra), alcanzó a Clarita en la carrera. Juntos lograron detener el artefacto ante la mirada atónita de toda la playa. Aplausos. Perla, aun en shock, fue fiel a sus instintos y mordió con fuerza el antebrazo del bañero. Más problemas, se podrán imaginar. Mitch se sumó a la lista de personas que odiaban a la mascota de Clarita. Histérico, exigía a los gritos que la mataran. Mi amiga lloraba con la perra en brazos. Yo trataba de cerrar la sombrilla para que no se volviera a volar. La madre con bikini llegó para intervenir en el aquelarre. Por último, resoplando, se nos unió Antonio. En conciliábulo furioso se discutió la situación. Se acercaron algunos curiosos y hasta nos hicieron un reportaje para la radio. Resultado: gastos de todo tipo, aplicación de vacunas, compra de un bozal extra small y veda absoluta para volver a ese balneario. Ya está, ya lo conté. Esto es todo lo que me acuerdo del día que Perla voló.

he dicho

Las canciones de Calamaro son como cuando un chico muy lindo pero medio tonto te quiere chamuyar. Lo ves venir y decís: sí está bueno y hasta podría ser un buen polvo pero después lo escuchás hablar y puf. Dan ganas de decirle:Nene, no te me hagás el sensible. No te creo nada. Por qué mejor no te callás.

jueves

en el parque

Salimos con Pierina a dar un paseo. La niña tiene por costumbre sacarse una media y chuparla. Como estaba mojada, no se la volví a poner. Encaramos con el cochecito para el parque Rivadavia, tarde de sol pero algo fresca. No llegué a dar tres pasos que alguien me avisa: "Señora, perdió una media." "Sí. Es que se la baboseó toda y preferí sacársela." Una explicación confusa e innecesaria.
Dos pasos más, un hippie haciendo trenzas: "che, la media, la nena." Antes de que pueda responder, una señora casi a los gritos "el bebé perdió una media". Me sobresaltó. Doblé por uno de los caminitos. Parejas de adolescentes dejaban de apretar para advertirme que al pie derecho de mi hija le faltaba algo. ¿Qué esperaban que hiciera yo con esa información?¿Querían que le sacara la otra media?
Ancianos en sillas de ruedas, madres fumadoras con niños insolentes, libreros en temporada alta, paseadores de perros, piropeadores de pendejas, toda la fauna que poblaba el parque se solidarizó con el pequeño piecito de Pierina y su desnudez.
Sí, me dí cuenta, muchas gracias.
No sé otros barrios, pero Caballito no soporta la asimetría.

sábado

instantánea

Encontré una foto. Tengo once años y estoy en un crucero. Me habían invitado mis abuelos. Fue mi primer viaje.
Mucho viejo, mucho lujo, mucha trampa.
La comida era excelente. No volví a probar tantas cosas ricas. Comía jamón crudo desde el desayuno, todo el que quería. Pizza en la pileta y jugos de frutas en vasos con sombreritos. Probé por primera vez langosta. Ni hablar de los postres. Todo era exquisito.
Como la vida en un barco suele ser algo aburrido y claustrofóbico, te llenaban de actividades, la mayoría muy ridículas: tiro al plato, pruebas de talentos, karaoke. Los niños teníamos animadoras simpáticas que nos enseñaban coreografías. Había una necesidad de que todo fuera alegre y divertido. El problema era que yo ya no era tan niña.
Volviendo a la foto. Noche de carnaval. A mi abuela se le ocurrió disfrazarme de Carmen Miranda: muchos volados, mucho maquillaje y en la cabeza la canasta de frutas que te dejaban en el camarote. Para que no se cayera nada, mi abuela enhebró una por una las manzanas y bananas y me las ató en la nuca. El pelo disimulaba todo. Estaba claro que los adultos se habían ensañado. No había niño sin disfraz: mucho romano togado con sábanas, varios conejitos, algún que otro chaplin. Uno a uno nos hicieron desfilar por los salones. Aplausos. Baile. Elección del mejor disfraz.
Subimos a cubierta. Mi abuela sintió que era un momento kodak. Yo estaba adorable. La canasta me picaba. La cosa no iba a durar mucho más.
Pero en la foto en cuestión no estoy sola. Mientras mi abuela buscaba la cámara, pasó un papá-joven-con-niño disfrazado de Aladín. Tenía un turbante de color celeste o turquesa y una pluma rosa detrás de algo que brillaba. Supongo que sería brasileño, no me acuerdo, seguro que no hablaba español. El papá joven, seguramente recién divorciado, tuvo también la necesidad de perpetuar el momento de felicidad y le pidió a mi abuela si podía sacarme una foto con su hijo. Ahora éramos dos las criaturas adorables.
"Acercate un poquito más, nena, querés."
Lo que no intuyeron los grandes es lo único que puedo ver hoy de esa foto: el sultán y yo hermanados en esa absoluta incomprensión del otro.

jueves

el día que Perla voló (cont.)

Por lo general, a la tarde después de la playa, íbamos con Clarita a jugar a los fichines. Ella era buena en Wonderboy, yo era imbatible en Mrs. Pacman. Un día estaba jugando mejor que nunca y ya me faltaban cinco pastillitas para anotar mi nombre, cuando sentí que me chistaban de atrás. Me desconcentré. Perdí. Era Santiaguito Pombo, había llegado hacía tres días. Nos contó que Amalia estaba con Osi en Gessell pero que él había preferido quedarse en Pinamar con Diego y Quique.
Alto acá.
Paren.
Paren todo.
¿Escuché bien? ¿Quiere decir que él, el único, el maravilloso Enrique Apostillas estaba compartiendo verano con nosotras? ¿Dónde estaba? ¿Estaba ahí? ¿Podía llegar en cualquier momento? Se me heló la sangre. Me dio vergüenza haber salido con esa remera tan chota. Hice el gesto automático de abrazarme y taparla. La miré a Clarita y vi que estaba pálida. Creí que se iba a desmayar.
Santiaguito siguió hablando y entre otras pavadas nos contó que Enrique se había peleado con la novia. Esta vez era definitivo. Irresponsable, tiró esa información y se fue. Con Clarita tuvimos que hacer mucho esfuerzo por mantener la calma. Estábamos eufóricas. Parecíamos miembros de un club de fans.
A partir de ese momento, nuestras vacaciones cambiaron sustancialmente. Por empezar, no más cara lavada. La preparación para salir se fue complejizando y extendiendo cada vez más. Al punto de poner el despertador. No importaba si íbamos a la playa o a sacar a la perra; si queríamos salir, teníamos que estar perfectas.
Los productos y cosméticos se fueron multiplicando. El maquillaje se fue sofisticando y parecía que más que a la playa íbamos a una fiesta de quince: base, rubor, sombra, delineador, rouge, etc., etc., etc. Elegir el vestuario nos llevaba entre cuarenta y cinco minutos y una hora por persona. El papá de Clarita nos veía entretenidas y nos dejaba hacer aunque a veces se quejaba porque le copábamos el baño. Nos medíamos el jopo con una regla (¿qué quieren?, se usaba). Menos de diez centímetros era inaceptable y requería de más jabón, spray y gel. Si los de Greenpeace nos hubieran visto entrar al mar, seguro nos denunciaban como agentes contaminantes. Nosotras, felices. Como el animal que prueba carne humana, estábamos cebadas. Lo nuestro no tenía límites.
El desembarco a la playa también tuvo sus innovaciones aunque no tantas como yo hubiera querido. Acordamos poner una excusa, demorarnos y hacer que Antonio baje solo con la perra del demonio. Después llegábamos Clarita y yo, es cierto, con todos los bultos pero super producidas. Sin embargo, pasaban los días y Enrique Apostillas no aparecía. ¿Por qué no se corporizaba ahora que estábamos di-vi-nas?
Al que nos encontrábamos todo el tiempo era a Santiaguito. Un bajón. Se quejaba por todo. Que se aburría, que no había chicas lindas (¡Hello!), que Pinamar era un quemo.
Una tarde fui a hablar por teléfono a mis viejos. Como no había tenido ningún momento en que pudiera estar sola, lo estiré todo lo que pude. Además, Clarita me había pedido que comprara entradas para el cine y ahí estaba yo, flanereando por Bunge. Me sentía intrigante, independiente, enigmática.
Crucé para agarrar Las Toninas y ahí nomás lo vi venir. Jean celeste claro, chomba lila, náuticos sin medias. Caminaba hacia mí bronceado, sonriente, maravilloso.
Lo miré a los ojos.
Me miró.
Y literalmente me quedé sin piso. Así como el Coyote, persiguiendo al Correcaminos, sigue corriendo en el aire hasta que se da cuenta de que avanzó hacia el abismo y eso hace que la caída sea más violenta; así me desbarranqué yo. Fue tal la conmoción de verlo que me olvidé hasta de cómo era caminar. Los taquitos no ayudaron, las piedritas de la calle tampoco. En realidad, fue como si mis pies cobraran envión al resbalar y se elevaran, dejándome en levitación por unos segundos para luego acompañar al resto de mi cuerpo en su arremetida espectacular contra el piso. Y el final: Rocky rebotando contra la lona del ring, con los antebrazos y codos protegiendo su cara, mientras atrás mío se escuchaba el fatídico "uuuhhhh". Con tristeza corroboraba que para ponerme en vergüenza no necesitaba de una perra histérica, conmigo alcanzaba y hasta sobraba un poco.
¿Qué hacer?
Como a Schwarzenegger en Terminator se me abrió una pantalla con las posibles opciones de respuesta:
A.- El payaso. Minimizar la cosa riendo (histéricamente también se puede aunque no es aconsejable) como si la idiota que se pegó el palo fuera otra persona y no yo. Quedó descartada ante la posibilidad de raspón y sangre.
B.- El muertito. No me muevo, no hago nada. Total, mi vida social acaba de fallecer junto con todas mis esperanzas. Eso hubiera querido pero era impracticable.
C.- Princesa en problemas. ¡Tenemos un ganador!
Sentí que Enrique Apostillas se acercaba a mí. Con serenidad, levanté la cabeza y la mano hacia él como si lo invitara a bailar un minué. Me sujetó delicadamente pero con fuerza y me ayudó a incorporarme.
- ¿Estás bien? ¿Te lastimaste?
Asentí. No me salían las palabras. Sonreí. Él también.
Me di cuenta de que todavía me estaba sosteniendo la mano. Ya no hacía falta pero no quería que me soltara. Me puse un poquito incómoda. No me soltaba. Me gustaba. Nos mirábamos. Seguíamos sonriendo.
-¿Estás lejos? Te acompaño a tu casa.
-Tengo baja presión, siempre me desmayo.
- ...
- Bueno, son un par de cuadras, hasta De las Artes.
-¿Viniste con tu familia?
-No, con Clarita.
-Clarita, Clarita. Son muy amigas ustedes, ¿no?
-Sí.
Caminábamos sin mirar demasiado por dónde íbamos. Nos reíamos de cosas tontas, de los nombres de las calles, de Santiaguito Pombo y sus gustos musicales. Sonreía de costado y yo me intimidaba. Era tan extraño sentir sus pasos a mi lado, irradiaba como un calor que me hacía cosquillitas. Tal vez fuera el golpe, no lo sé.
-Llegamos.
-¿Nos vemos?
-Esta noche vamos al cine con Clarita. Vení, si querés.
Se acercó para darme un beso y me puse toda colorada. Subí corriendo las escaleras de la entrada. Esas eran las mejores vacaciones de mi vida.

queremos tanto a gecko

Fueron apenas unos días que elcircuito no anduvo pero para mí fueron de terror. Primero descubrir que hay una falla.
- Che, no puedo entrar al blog.
La incertidumbre.
- Seguro que te lo hackearon.
- ¿Quién? (Con lágrimas en los ojos) ¿Quién se tomaría tanto trabajo? (Llorando a mares) ¿Puede haber tanta maldad en el mundo? (Entrando en pánico) No guardé nada de lo que escribí hasta ahora. (Golpeándome el pecho) ¿Por quéééé?
- Seguro fue Juan Darío porque esa chica Julieta lo bardeó mal.
- (Levantando la vista) ¿Te parece?
- No, tontita. ¿Estuviste tocando algo de la plantilla?
- ¿Yo?
Por suerte, siempre hay un amigo que sabe lo que hace. Gracias, Gecko. Arreglaste el cortocircuito y me salvaste del melodrama.

el día que Perla voló (cont. de la cont.)

Acá me advierten que más vale que esté bueno lo de la perra voladora porque esto ya se está extendiendo demasiado y todavía no conté nada. Bueno, la cosa fue más o menos así. Era la primera vez que me iba de vacaciones con Clarita y pensé, me juré y después no cumplí, que iba a ser la última.
Salimos el primero de enero para disfrutar de toda la quincena en Pinamar sin escamotearle nada a las vacaciones. En el asiento de adelante iban Antonio, el padre de Clarita y Clarita, mi amiga del colegio. En el asiento de atrás íbamos María, o sea yo, y Perla, la perra más fea y mala del mundo. Que iba en el asiento es un decir porque ni bien la subieron al auto empezó a aullar y a correr desesperada. Se golpeaba la cabeza contra la luneta trasera y volvía, arañaba el tapizado con las uñas, se caía y mordisqueaba la alfombrita, gruñía y empezaba otra vez contra la ventanilla. Yo me había acostado muy tarde la noche anterior, no estaba con ánimos de soportar semejante tortura. Empecé a fantasear con que en uno de los golpes se hiciera un daño cerebral irreversible y quedara en coma. Eso no pasó.
Saltaba, se retorcía, olisqueaba mi mochila y hasta amagó con pillarla. Ahí me puse firme y le pegué una patada corta pero contundente en el morro. No se volvió a meter con mis cosas. Quiero aclarar que ese viaje no fue en un auto moderno y por autopista donde estás en Pinamar al toque. Era la vieja ruta 2 en una batata que se recalentaba y había que parar a cada rato. El viaje duró una eternidad o más. Yo ya estaba aturdida y de mal humor antes de pasar por el parque Pereira Iraola. Hacía un calor insoportable, el aire acondicionado era un invento del futuro y lo peor de todo es que no me dejaban bajar la ventanilla por miedo a que, escuchen bien, Perlita se cayera.
Usando el final de amabilidad que me quedaba pregunté porqué no habían dopado al Critter. Antonio me contestó que sin un sedante no la hubieran podido meter en el auto, que tuvieron viajes peores. Lo odié, odié mi vida, pero sobre todo odié a esa perra horrible y los efectos paradojales de los tranquilizantes. Cuando tuve oportunidad, de bronca, le dí otra patadita. Ella me mordisqueó el talón.
Bastó que llegáramos a Pinamar para que la perra se quedara planchada. Clarita la subió como un bebé en brazos al departamento y yo tuve que lidiar con todos los bolsos. Era una mudanza y a mí me tocó hacerla. El papá de Clarita había tenido un accidente cerebro-vascular que le dificultaba un poco la dicción y la movilidad de la parte derecha del cuerpo. Los labios gruesos se le habían torcido levemente, cuando hablaba masticaba las palabras antes de escupirlas. Tenía una voz ronca, de fumador de puros, y un abdomen abultado pero firme como si se hubiera escondido una pelota de básquet debajo de la remera. También me llamaba la atención su pelo blanco, finito y rebelde que se erizaba por sobre la herradura de su pelada. Al caminar, anteponía la mano enferma y eso le daba un aspecto levemente simiesco.
Hice por lo menos cuatro viajes hasta el ascensor para terminar de vaciar el auto de las porquerías que habían llevado. Antonio me daba indicaciones. Esas vacaciones habían empezado para atrás.
Se estaba haciendo de noche. Yo quería pegarme un baño y salir a dar una vuelta. En cambio, me encontré con que tenía que ayudar a Clarita a limpiar el departamento. Vacío hacía un año, tenía olor a humedad, arena e insectos de todo tipo.
No sólo me mandaron a repasar la cocina sino que además me tuve que aguantar las cargadas de Clarita. La muy turra me gastaba por cómo limpiaba la heladera. Respiré hondo tres veces antes de mandarla a la mierda. ¿Qué tiene? En casa siempre hubo mucama, pensé y como un rosario se me aparecieron los nombres: la Señora Bernarda, Manuela, Nélida (que nos corría con la dentadura postiza), Irene, Luisa y Poquita vida. Y se lo dije: En mi casa siempre hubo mucama, nena. Como me seguía gastando, le apunté con el trapo rejilla a la cara. Fallé. Me devolvió la gentileza pero ella sí acertó el tiro. Me dio de lleno en el pecho. Eso le dió más risa. Yo también me reí.
Para cuando estábamos terminando, la perra se despertó hecha una furia. Había que sacarla a pasear. Salir por el centro de Pinamar acompañada por la perra endemoniada y el papá de Clarita (que ya se había calzado las bermudas y el gorrito de piluso) era una jugada temeraria. Saltar de un piso trece no me hubiera dado tanto vértigo como la perspectiva que se me ofrecía: la completa aniquilación de toda vida social por el resto de las vacaciones. Tenía terror de encontrarme con alguien conocido y más terror aun de que los chicos lindos que esperaba conocer se alejaran para siempre al vernos del brazo de Krusty el payaso paseando a Cujo. Mis hormonas estaban en ebullición, era verano, necesitaba interactuar con chicos.
Resignación y helado en Freddo.
A la mañana siguiente, la voz cascada de Antonio, levemente grosera y cavernosa, nos instó a preparar los sanguchitos para ir a la playa. La cuestión de la comida se decidió ese día y para siempre: al mediodía cada uno tendría su ración de dos sanguchitos de pan lactal cortados en triangulitos, fiambre, lechuga, tomate y mayonesa. A la noche, cocinaría Clarita. Esa rutina fue inconmovible, las variaciones no estaban previstas en ese universo. Eso me resultaba super irritante.
Primero estacionar el auto, desplegar los cartones en el parabrisas para protegerlo del sol, abrir el baúl del auto y nuevamente la mudanza. Para disfrutar de un día de playa habían traído: la lunchera azul francia con la comida y un termo con jugo; el bolso rojo que Clarita usaba en el colegio cargado de libros, pantalla solar, sombrero, pareo, crucigramas, ojotas; dos reposeras plegables; sombrilla a lunares amarillos; palita; radio portátil y por supuesto, Perla ladrando.
Imposible no vernos bajar a la playa. Antonio, rengueando, escondía su pelada debajo de su sombrerito blanco, las bermudas calzadas a la cintura bordeaban todo el perímetro de su panza para bailar, libres, hasta la rodilla. Completaban el equipo las medias con sandalias franciscanas. Clarita tenía terror a broncearse y por eso bajaba completamente vestida a la playa: zapatillas, medias, jogging, remera larga y visera. Sólo cuando se metía al mar se quedaba en malla. Yo los seguía algunos pasos atrás. Elegían el lugar y dejaban las cosas desparramadas en la arena.
Antonio primero prendía la radio y después se arrodillaba y empezaba con la palita a hacer un pozo para clavar la sombrilla. La gente nos miraba, a veces se reía. La perra corría en círculos por donde estábamos nosotros y no paraba de gritarle a los que pasaban caminando. ¿Cómo mantener un perfil bajo y cierta dignidad con semejante cuadro?
Cuando, al otro día, ví aparecer a Antonio con el medio-mundo para pescar cornalitos en el muelle, tuve una revelación: ésas iban a ser las peores vacaciones de mi vida.

miércoles

spanglish

Directamente de los lagos de Michigan, el método más novedoso para aprender español:

1. Boy as n r = Voy a cenar = I'm gonna have a dinner
2. N L C John = en el sillon = on the armchair
3. Be a hope and son = viejo panzon = fat old man
4. Who and see to seek ago = Juancito se cagó = Little John is a
chickenshit.
5. S toy tree stone = estoy triston = I'm kind a sad.
6. Lost trap eat toss = los trapitos = the little rags
7. Desk can saw = descanso = (you) rest.
8. As say toon as = aceitunas = olives.
9. The head the star mall less stan dough = deje de estar molestando =
stop bugging me.
10.See eye = si hay = yes we have
11. T n s free o ? = tienes frío = are you cold?
12. T N S L P P B N T S O = Tienes el pipi bien tieso = you have an erection.
13. Tell o boy ah in cruise tar = Te lo voy a incrustar = I'm going to
insert it in you


Gracias Noe.

jueves

pichones II

Ya era de madrugada cuando salí del bar. Había trabajado toda la noche pero no estaba cansada. Era una mañana hermosa y no quería volver a casa. Para demorarla un poco más empecé a caminar. Las calles estaban vacías, no había ni una nube, yo estaba feliz.
Un chico se me acercó y me preguntó la hora. Yo le dije que no tenía reloj pero que era o muy temprano o muy tarde y le sonreí. Él dudó un momento y luego sacó un revólver. No es que lo sacó, más bien me lo mostró y me ordenó que le diera la mano.
Mientras caminábamos me dijo las cosas de rigor, que si me portaba bien no me iba a pasar nada, ese tipo de cosas. Yo trataba de pensar rápido pero no se me ocurría nada. Me llevó a una plaza donde habían muchos arbustos. Se ve que él conocía bien el lugar. Nos sentamos. Me pidió la plata que tenía. Yo no había guardado las propinas de la noche en la billetera, sino que las había metido así nomás en la cartera. Empecé a sacar los billetes hechos bollitos. La cosa venía mal. Cuando terminó de estirar la plata y de contarla, me mostró que la pistola tenía balas. Fue un ejercicio de poder, innecesario dadas las circunstancias pero en algún punto tranquilizador. Me quiso decir que podría haber disparado y todavía no lo hizo. Seguramente no había leído a Foucault pero lo entendía a la perfección.
Me pidió que me saque la ropa y se tendió en el piso para que se la chupara. Después me empezó a coger mientras me hacía preguntas como ¿dónde vivís?, ¿qué hacías sola por la calle?, ¿tenés novio?, ¿es famoso?, ¿cogés con él? Mentí todo lo que pude.
Le pedí que no me acabara adentro. Él aceptó pero me hizo chupársela un rato larguísimo, me agarraba de la nuca, me movía a su antojo. Yo dejaba hacer. Finalmente acabó. Un chorro de semen agrio me llenó la boca, quería que me lo trague pero se lo escupí en la panza. Tenía una cicatriz de apendicitis y era muy lampiño. Es lo único que me acuerdo de él. Si me lo cruzara por la calle, no lo reconocería. Era un chico, un hombre, como cualquiera, como cualquier hombre. Cerca nuestro habían unos pibes jugando a las escondidas, gritaban, se reían. Yo estaba paralizada. No iba a zafar, me iba a matar y esos tarados me iban a encontrar hecha un bollito en los arbustos. Pensé en mi papá y me dio vergüenza. Estaba desnuda, sucia, acobardada. No era manera para morir. No lo era. Pero ahí estaba. Me había puesto en esa situación y no encontraba salida.
El tipo se limpió y se vistió. Estiró los billetes que me había robado y me los dió. Quiso pagarme y así completar la humillación con mi propio dinero. Con la gente cerca se había puesto en guardia. Me felicitó por haberme portado bien y me dijo que me quede quieta, que no me mueva para nada y que no salga gritando "me violaron". Estaba tan atontada que recién ahí me cayó la ficha de que el tipo sabía perfectamente lo que me estaba haciendo. Me acababa de violar. Sin embargo, yo no lo sentía como una violación: ataque, golpes, violencia física. Esto me parecía en algún punto demasiado intelectual. Él se calzó el arma en el pantalón y salió corriendo como un cobarde. Supe que no me iba a matar pero tardé una hora antes de poder moverme. Tenía miedo. Me sentía culpable. Si me hubiera ido a mi casa en vez de estar pelotudeando por ahí, si no le hubiera sonreído, si no hubiera sido tan sumisa...
Salí como pude, me hice un buche con una coca-cola que compré en una estación de servicio y me fui a mi casa. No hice la denuncia. Tampoco les dije nada a mis viejos ni a mis amigas ni a nadie. Tenía la fantasía de que si no lo hablaba, iba a desaparecer. No quería quedar estigmatizada como "la violada". Grave error. Cuando no hacés lo que tenés que hacer, las cosas te vuelven y llegó un punto que más que terapia hubiera necesitado un exorcismo.
Me rapé la cabeza, suicidé todo rastro de femineidad en mí, pero fue en vano. La imagen en el espejo me repugnaba. Dejé de tener amigos varones. Empecé a sospechar en cada hombre a un violador y en algún punto a esperar que así fuera. Tuve un novio al que le hice tantas que si me ve venir, cruza la calle. Tuve otro y otros.
Empecé a tener miedo, a dejar que el miedo me limite, me domine, se convierta en mi ley. Salir a la calle me daba miedo. La intimidad con los otros me daba miedo. La soledad también. Sin embargo, no registraba cuánto me había reducido. Venía cada vez peor y nada podía evitarlo.
Un día tuve una epifanía que me rescató del miedo. Llegó de una forma bastante trivial pero tan contundente como innegable. Nunca me había tirado de un trampolín, nunca había estado en una pileta con trampolín. Cuando lo ví, algo de mi infancia se despertó. Primero el deseo y al mismo tiempo la negación. No era para mí. Todos se tiraron pero yo seguía sin probarlo. No quería reconocer que moría de ganas de saltar desde el más alto. Y lo hice. Sentí la resistencia de la tabla, el vaivén que me catapultó y el golpe frío al entrar en el agua. Ahí me dí cuenta de todo. Estaba viva.