Durante un tiempo trabajé de moza. ¿Debería decir camarera? Supuestamente queda mejor, pero a mí me suena horrible. Fue una época en la que me divertí mucho, muchísimo. Vivía una vida muy despreocupada. Así la recuerdo. Si el laburo me hinchaba, renunciaba y ya. Después volvía. Como tenía en mente ser actriz, estudiaba actuación, técnica vocal, contact y análisis de texto. Por las noches, trabajaba en el bar. Ahora que lo pienso, yo era un estereotipo. Me faltaba tocar el cello o usar polainas para ser un personaje de Fama.
Usaba el pelo bien corto y ropa oscura y muy amplia. Lo que me valió que un par de veces me gritaran puto por la calle. No me importaba. Como chico hubiera tenido levante igual. Pero concentrémonos que no es de eso de lo que quería hablar.
El bar donde yo trabajaba no era nada del otro mundo pero mis compañeros, esos sí que eran algo especial. La cocinera me quería mucho pero odiaba al lavacopas. A Manolo le hacía la vida imposible. Conmigo era distinto. A pesar de que tenía casi mi misma edad, Alba me trataba como si fuera su hija. Me retaba si me veía fumando y se preocupaba de que comiera bien. Que estás muy flaca, me decía. Tenía un novio que era policía, vivía en Misiones y era siete años más chico que ella. Le escribía cartas. Pero en realidad su corazón estaba en otro lado. Alba estaba enamorada de Menem, loca, abierta, descaradamente. La recuerdo sentadita en la cocina, mirando la revista Caras y llorando a moco suelto por la muerte de Carlitos. Conservadora, moralista y hasta un poco mojigata, fue sin duda la menemista más rara que conocí en mi vida.
También estaba Andrea, que había entrado como camarera un mes antes que yo. Ella me enseñó a usar la bandeja, decorar los tragos y a hacer café. Un martes que no pasaba nada me contó su historia. Era uruguaya, tenía un hijo de cinco años que se estaba criando en el campo y había sido prostituta. Se escapó de su novio porque no la dejaba largar el laburo. Otro estereotipo más.
Era una cantante frustrada. Muchas veces, a la hora de cerrar, agarraba el micrófono y cantaba boleros o lentos en un inglés aprendido por fonética. No era lo que se dice linda pero volvía locos a los hombres. Para compensar, usaba unas blusitas que parecía le había robado a su abuela, con muchos volados, cerradas hasta el cuello. Igual, no había caso, siempre había algún alzado queriéndole meter mano. Desde que la conocí se estaba por poner de novia con el encargado del bar, y en el tiempo en que trabajé hubo fácil siete encargados distintos.
Era buena mina no como la otra chica que laburaba con nosotras, Myriam, que era tan amargada y aburrida que daba bronca. Ni una vez contestó "bien" a la pregunta "cómo estás". Nos cansamos de tratar de dialogar con ella. Odiaba el café, el bar y la gente. Lo único que le gustaba era Shakira.
En ese mundo, me supe hacer un lugar tirando las cartas. No me acuerdo cómo empezó la cosa. Simplemente, un día salió como un relato y después otro y otro más. A medida que iba acertando, mi reputación crecía. Llegó un momento en que no sólo los empleados, también los clientes me pedían que les leyera el futuro. Yo hablaba, sin criterio ni responsabilidad alguna, decía lo primero que se me ocurría. Después, se creaba como una intimidad. Volvían, me contaban cómo les había ido con sus problemas de los que yo no tenía ni la menor idea. Ellos me confiaban sus secretos.
Como no cobraba por tirar las cartas, empecé a pedir pequeños favores a cambio. Irme más temprano, no atender a algún cliente que se ponía pesado, que leyeran algo que había escrito. Todo servía a mis propósitos. Mi fama de quiromante ascendió a alturas nunca vistas. Sin embargo, el don se me había ido de las manos. Hace poco me crucé con un chico al que le había dicho que su novia lo cuerneaba. Yo no me acuerdo de haber hecho semejante animalada. Tal vez tuve un mal día o simplemente me gustaba y me porté mal. La cosa es que fue cierto. Y él, agradecido. No está bien confiar tus secretos a extraños.
Me acuerdo de una noche en especial. Ya estábamos cerrando. Andrea parada en el escenario, micrófono en mano, cantando sobre el disco de U2 y Manolo le hacía los coros.
Entró un tipo. Se sentó en una mesa muy lejos. Quiso cognac y café. Cuando se lo llevé, le pedí perdón por el barullo que estaban haciendo, le dije que ya estábamos cerrando. Se puso a escribir en un cuadernito. Era tarde. Un día de semana. Me llamó la atención. Estaba solo. Tenía una polera negra y el pelo revuelto. ¿Otro estereotipo más? Me colgué mirándolo pero cuando levantó la vista, yo bajé la cara avergonzada.
Me llamó.
Pagó.
Me dejó como propina dos poemas escritos en una servilleta.
Usaba el pelo bien corto y ropa oscura y muy amplia. Lo que me valió que un par de veces me gritaran puto por la calle. No me importaba. Como chico hubiera tenido levante igual. Pero concentrémonos que no es de eso de lo que quería hablar.
El bar donde yo trabajaba no era nada del otro mundo pero mis compañeros, esos sí que eran algo especial. La cocinera me quería mucho pero odiaba al lavacopas. A Manolo le hacía la vida imposible. Conmigo era distinto. A pesar de que tenía casi mi misma edad, Alba me trataba como si fuera su hija. Me retaba si me veía fumando y se preocupaba de que comiera bien. Que estás muy flaca, me decía. Tenía un novio que era policía, vivía en Misiones y era siete años más chico que ella. Le escribía cartas. Pero en realidad su corazón estaba en otro lado. Alba estaba enamorada de Menem, loca, abierta, descaradamente. La recuerdo sentadita en la cocina, mirando la revista Caras y llorando a moco suelto por la muerte de Carlitos. Conservadora, moralista y hasta un poco mojigata, fue sin duda la menemista más rara que conocí en mi vida.
También estaba Andrea, que había entrado como camarera un mes antes que yo. Ella me enseñó a usar la bandeja, decorar los tragos y a hacer café. Un martes que no pasaba nada me contó su historia. Era uruguaya, tenía un hijo de cinco años que se estaba criando en el campo y había sido prostituta. Se escapó de su novio porque no la dejaba largar el laburo. Otro estereotipo más.
Era una cantante frustrada. Muchas veces, a la hora de cerrar, agarraba el micrófono y cantaba boleros o lentos en un inglés aprendido por fonética. No era lo que se dice linda pero volvía locos a los hombres. Para compensar, usaba unas blusitas que parecía le había robado a su abuela, con muchos volados, cerradas hasta el cuello. Igual, no había caso, siempre había algún alzado queriéndole meter mano. Desde que la conocí se estaba por poner de novia con el encargado del bar, y en el tiempo en que trabajé hubo fácil siete encargados distintos.
Era buena mina no como la otra chica que laburaba con nosotras, Myriam, que era tan amargada y aburrida que daba bronca. Ni una vez contestó "bien" a la pregunta "cómo estás". Nos cansamos de tratar de dialogar con ella. Odiaba el café, el bar y la gente. Lo único que le gustaba era Shakira.
En ese mundo, me supe hacer un lugar tirando las cartas. No me acuerdo cómo empezó la cosa. Simplemente, un día salió como un relato y después otro y otro más. A medida que iba acertando, mi reputación crecía. Llegó un momento en que no sólo los empleados, también los clientes me pedían que les leyera el futuro. Yo hablaba, sin criterio ni responsabilidad alguna, decía lo primero que se me ocurría. Después, se creaba como una intimidad. Volvían, me contaban cómo les había ido con sus problemas de los que yo no tenía ni la menor idea. Ellos me confiaban sus secretos.
Como no cobraba por tirar las cartas, empecé a pedir pequeños favores a cambio. Irme más temprano, no atender a algún cliente que se ponía pesado, que leyeran algo que había escrito. Todo servía a mis propósitos. Mi fama de quiromante ascendió a alturas nunca vistas. Sin embargo, el don se me había ido de las manos. Hace poco me crucé con un chico al que le había dicho que su novia lo cuerneaba. Yo no me acuerdo de haber hecho semejante animalada. Tal vez tuve un mal día o simplemente me gustaba y me porté mal. La cosa es que fue cierto. Y él, agradecido. No está bien confiar tus secretos a extraños.
Me acuerdo de una noche en especial. Ya estábamos cerrando. Andrea parada en el escenario, micrófono en mano, cantando sobre el disco de U2 y Manolo le hacía los coros.
Entró un tipo. Se sentó en una mesa muy lejos. Quiso cognac y café. Cuando se lo llevé, le pedí perdón por el barullo que estaban haciendo, le dije que ya estábamos cerrando. Se puso a escribir en un cuadernito. Era tarde. Un día de semana. Me llamó la atención. Estaba solo. Tenía una polera negra y el pelo revuelto. ¿Otro estereotipo más? Me colgué mirándolo pero cuando levantó la vista, yo bajé la cara avergonzada.
Me llamó.
Pagó.
Me dejó como propina dos poemas escritos en una servilleta.
7 comentarios:
Me gustan tus posts literarios!
Atte.
buenìsimo texto.
Muchas gracias.
Obelix, te contesté más abajo, ¿lo viste?
se viene el libro...!
Estimada María,
Claro que vi la respuesta.
Atte.
¡me gusta tu historia!
tocar el cello y usar polainas es una combinación poderosísima.
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