Tengo cinco años y estoy con mi mamá y mis hermanas parada en la vereda, esperando que papá nos pase a buscar con el auto. Ya superamos la etapa en la que mamá nos vestía a las tres iguales, pero para ir a la ciudad nos puso vestiditos. Hace calor y tengo las manos y la cara pegoteadas por el helado que me tomé. Me fue mejor que a Fer. Ella tiene una banda de chocolate cruzándole la pechera. La calle comercial de Tres Arroyos se llama Colón. Ahí había un cine muy grande, antiguo, que se destruyó en un incendio dejando un baldío igual de grande.
Cerca nuestro hay unos nenes. Son dos y están jugando con una paloma, intentan agarrarla. Lo logran. Nos quedamos mirándolos. En eso, uno de ellos saca una navaja. Mientras que el más petiso la sostiene, el otro le estira un ala y se la corta a la altura de la articulación. Lo hace despacio, serruchando. La navaja no debe estar del todo afilada. Miro a mamá, no entiendo lo que está pasando. Me dice, medio distraída, que le están cortando las alas para que no vuele más.
Cuando están por encarar el otro lado, la paloma se les escapa. Corre, se mete en el baldío del cine, intenta volar. No puede. Choca contra la pared renegrida por el incendio. Se llena de ceniza. Se golpea una y otra vez. Mi hermana más chica llora. La carrera es despareja y los captores la alcanzan en pocos pasos. Se les tiznan las manos al reanudar su tarea. Estiran el ala sana y cortan.
Pichón de delincuente, dice mi vieja. Curiosa selección de palabras. No entiendo. Mis hermanas tampoco. Las palomas nunca nos cayeron del todo bien. Traen piojos, dice mi abuela, se apestan. Las de la paz deben ser de otra especie, supongo. Pero lo que presenciamos nos deja atónitas. Nos espanta, no podemos dejar de mirar, nos fascina. No terminamos de saber por qué.
El auto de mi papá se acerca despacio y estaciona a metros de donde estamos paradas. Mientras vamos subiendo al auto, el nene más grande le dice a mi vieja ¿la quiere señora? ofreciéndole la paloma mutilada. Como mamá dice que no, la abandonan en el cordón de la vereda.
No se mueve, esconde el pico entre las plumas, sabemos que pronto morirá.
Cerca nuestro hay unos nenes. Son dos y están jugando con una paloma, intentan agarrarla. Lo logran. Nos quedamos mirándolos. En eso, uno de ellos saca una navaja. Mientras que el más petiso la sostiene, el otro le estira un ala y se la corta a la altura de la articulación. Lo hace despacio, serruchando. La navaja no debe estar del todo afilada. Miro a mamá, no entiendo lo que está pasando. Me dice, medio distraída, que le están cortando las alas para que no vuele más.
Cuando están por encarar el otro lado, la paloma se les escapa. Corre, se mete en el baldío del cine, intenta volar. No puede. Choca contra la pared renegrida por el incendio. Se llena de ceniza. Se golpea una y otra vez. Mi hermana más chica llora. La carrera es despareja y los captores la alcanzan en pocos pasos. Se les tiznan las manos al reanudar su tarea. Estiran el ala sana y cortan.
Pichón de delincuente, dice mi vieja. Curiosa selección de palabras. No entiendo. Mis hermanas tampoco. Las palomas nunca nos cayeron del todo bien. Traen piojos, dice mi abuela, se apestan. Las de la paz deben ser de otra especie, supongo. Pero lo que presenciamos nos deja atónitas. Nos espanta, no podemos dejar de mirar, nos fascina. No terminamos de saber por qué.
El auto de mi papá se acerca despacio y estaciona a metros de donde estamos paradas. Mientras vamos subiendo al auto, el nene más grande le dice a mi vieja ¿la quiere señora? ofreciéndole la paloma mutilada. Como mamá dice que no, la abandonan en el cordón de la vereda.
No se mueve, esconde el pico entre las plumas, sabemos que pronto morirá.
3 comentarios:
muy bueno, bayer
me gustan ese tipo de experiencias traumáticas de la infancia
saludos
anoche me recomendaron estos últimos posts durante una comida de amigas. no se equivocaron.
Gracias Charlotte por darte una vuelta y a tus amigas por la recomendación.
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