Parece que finalmente pudimos vender el departamento. Los compradores son unos anticuarios. Ahora falta que escribanos, abogados y demás yerbas den el ok para terminar la operación.
Estaba haciendo cuentas y en Córdoba es el departamento donde yo viví más tiempo. Mis viejos tienen cierta complusión por las mudanzas, a mí me va más el sedentarismo. Voy a extrañar no estar más ahí.
Se me mezclan los recuerdos. Ahí vivió mi bisabuela, Felicitas, desde que llegó de Italia. Yo la iba a visitar, a veces, por lo general para navidad. Me acuerdo que usaba turbante y que tenía arterioesclerosis. En todas sus carteras le habían puesto cartelitos que decían: Me llamo Felicitas, tengo arterioesclerosis. Mi dirección es Córdoba... Mi mente infantil admiraba ese recaudo. Me parecía que así mi bisabuela se podía perder por Florida sin problemas porque un alma caritativa la traería de regreso. La cuidaba una mujer que se llamaba Margarita. Aunque era muy cariñosa conmigo, yo no confiaba mucho en sus habilidades para ese trabajo.
Margarita era un personaje decimonónico, no sé si por su fragilidad o por su estupidez. Rubia, de joven debe haber sido bella pero ya estaba marchita. Sus manos temblaban y su voz también. Una vez me regaló una cajita de música. Cuando la saqué del envoltorio me deslumbró: era increíblemente dorada, con un detalle de porcelana en la tapa y el clásico paño rojo en su interior. Descubrí que sacando una tapita, se podía ver la maquinaria que producía la música. ¡Cuánta perfección técnica al servicio de la belleza! Me gustaba pincharme el dedo al pasarlo por el rodillito con pequeños puntitos dispuestos estratégicamente. Pero lo mejor era la cortinita que, en forma de piano, iba tocando las notas y que al roce de mi dedo daba un sonido sordo y metálico. Margarita tenía la voz aguda como la canción de la cajita de música. No recuerdo exactamente qué habrá motivado mis observaciones pero debe haber sido muy evidente porque yo, con mis cinco años, me daba cuenta de que le faltaban ostensiblemente algunas luces. Contaba unos chistes de lo más ridículos. Sin embargo, cuidó a mi bisabuela con devoción hasta el día de su muerte.
Tengo veintiún años, el departamento está vacío. Finalmente. Después de un juicio de desalojo eterno, voy a poder disponer de él. Me mudo en el mes de marzo, todavía hace calor. Pocas cosas, muebles viejos. La mudanza fue muy rápida. A media mañana, ya está todo más o menos ubicado. ¿Y ahora? El departamento me queda inmenso. Había anhelado tanto vivir sola y cuando finalmente lo logro, tengo ganas de salir corriendo. Típico. Prendo la radio para no sentirme sola, no sirve de mucho. La apago en seguida. Tirada en la cama, me concentro en los ruidos de la casa. El taconeo rápido de mi vecina de arriba, complejo de petisa. Un bebé que llora en el departamento de al lado. Los viejos del primero que, luego descubrí no podían vivir sin reputearse todos los santos días, más lejos, algún que otro gemido del telo de Tres Sargentos.
Podría contar la historia de mi familia pensando en el departamento de la calle Córdoba. Desde esa modista italiana viuda y con un hijo que fue a vivir con una prima tuerta y medio loca hasta el nacimiento de mi hija ochenta años después. Tal vez lo haga.
Estaba haciendo cuentas y en Córdoba es el departamento donde yo viví más tiempo. Mis viejos tienen cierta complusión por las mudanzas, a mí me va más el sedentarismo. Voy a extrañar no estar más ahí.
Se me mezclan los recuerdos. Ahí vivió mi bisabuela, Felicitas, desde que llegó de Italia. Yo la iba a visitar, a veces, por lo general para navidad. Me acuerdo que usaba turbante y que tenía arterioesclerosis. En todas sus carteras le habían puesto cartelitos que decían: Me llamo Felicitas, tengo arterioesclerosis. Mi dirección es Córdoba... Mi mente infantil admiraba ese recaudo. Me parecía que así mi bisabuela se podía perder por Florida sin problemas porque un alma caritativa la traería de regreso. La cuidaba una mujer que se llamaba Margarita. Aunque era muy cariñosa conmigo, yo no confiaba mucho en sus habilidades para ese trabajo.
Margarita era un personaje decimonónico, no sé si por su fragilidad o por su estupidez. Rubia, de joven debe haber sido bella pero ya estaba marchita. Sus manos temblaban y su voz también. Una vez me regaló una cajita de música. Cuando la saqué del envoltorio me deslumbró: era increíblemente dorada, con un detalle de porcelana en la tapa y el clásico paño rojo en su interior. Descubrí que sacando una tapita, se podía ver la maquinaria que producía la música. ¡Cuánta perfección técnica al servicio de la belleza! Me gustaba pincharme el dedo al pasarlo por el rodillito con pequeños puntitos dispuestos estratégicamente. Pero lo mejor era la cortinita que, en forma de piano, iba tocando las notas y que al roce de mi dedo daba un sonido sordo y metálico. Margarita tenía la voz aguda como la canción de la cajita de música. No recuerdo exactamente qué habrá motivado mis observaciones pero debe haber sido muy evidente porque yo, con mis cinco años, me daba cuenta de que le faltaban ostensiblemente algunas luces. Contaba unos chistes de lo más ridículos. Sin embargo, cuidó a mi bisabuela con devoción hasta el día de su muerte.
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Felicitas sentada en el living. Las persianas bajas, todo muy oscuro. En un rato viene Aldo, le dice mi abuelo y ella levanta la vista, ilusionada, confundiendo en su senilidad el nombre de su nieto con el de su marido muerto en la primera guerra mundial. Primer recuerdo de Córdoba.Tengo veintiún años, el departamento está vacío. Finalmente. Después de un juicio de desalojo eterno, voy a poder disponer de él. Me mudo en el mes de marzo, todavía hace calor. Pocas cosas, muebles viejos. La mudanza fue muy rápida. A media mañana, ya está todo más o menos ubicado. ¿Y ahora? El departamento me queda inmenso. Había anhelado tanto vivir sola y cuando finalmente lo logro, tengo ganas de salir corriendo. Típico. Prendo la radio para no sentirme sola, no sirve de mucho. La apago en seguida. Tirada en la cama, me concentro en los ruidos de la casa. El taconeo rápido de mi vecina de arriba, complejo de petisa. Un bebé que llora en el departamento de al lado. Los viejos del primero que, luego descubrí no podían vivir sin reputearse todos los santos días, más lejos, algún que otro gemido del telo de Tres Sargentos.
Podría contar la historia de mi familia pensando en el departamento de la calle Córdoba. Desde esa modista italiana viuda y con un hijo que fue a vivir con una prima tuerta y medio loca hasta el nacimiento de mi hija ochenta años después. Tal vez lo haga.
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