Quiero contar cómo fue el día que Perla voló. Pero para eso, primero tienen que saber quién es Clarita y cómo nos hicimos amigas. Sería bueno también que tuvieran en cuenta lo difícil que fue tanto para ella como para mí entrar en un colegio muy competitivo en primer año. Había que ser de reflejos rápidos, algo de lo que las dos carecíamos casi por completo.
De entrada no nos tuvimos especial simpatía, no, ni mucho menos. Ella era de las que no se habían avivado de darle dos vueltas a la kilt del uniforme para hacerla más cool, es decir, más corta. Es más, el primer recuerdo que tengo de ella fue cuando en una prueba de latín, el terror de los terrores, Clarita de tan nerviosa copió la fecha y también el nombre de su compañera de banco. El profesor de latín se hizo una fiesta, sádico como era, se burló de ella en frente de toda la clase. Desde ese momento, Clarita se convirtió en "la boluda que se copió hasta el apellido".
Su compañera de banco, un poco ofendida pero más temerosa de que la fama de Clarita le enchastrara sus aspiraciones de abanderada, la echó de su lado. Así fue que Clarita se vino a sentar conmigo.
Hacía poco que la mamá de Clarita había muerto. Su papá, que había amado desesperadamente a esa mujer, no sabía muy bien qué hacer con la adolescente despistada y preguntona que le quedó a cambio. Era así como Clarita vivía en un mundo de viejos. Su padre, sus tías y Perla, la perra más fea y mala que ví en mi vida.
A pesar de alternar entre un ambiente violento y hostil como era el de mi colegio y una casa fría y triste, Clarita era un ser extremadamente alegre. Yo, por mi parte, que no vivía nada parecido a su situación, me dedicaba full time a ser lo más desdichada posible. Y a veces, hasta lo conseguía.
Pero yo quería hablar de Perla. Nombre pretencioso y anticuado para una perra un poco más grande que una rata, de color grisáceo y uñas largas que hacían un ruido muy desagradable cuando chocaban con el piso de cerámica. Sin embargo, la característica fundamental de Perla era su ladrido. Estridente, constante, aturdidor.
Desde que tocabas el timbre de la casa de Clarita, ya se escuchaba venir al monstruo, golpear contra la puerta una y otra vez como si te fuera a comer. Daba impresión, parecía un animal enorme. Después, Clarita abría la puerta y la veías y no podías creer que algo tan chiquito fuera tan quilombero. Ahí, cuando bajabas la guardia, la perra te tiraba el tarascón.
Ruidosa, mala y traicionera.
Después venían los gritos de Clarita que se superponían a los ladridos de la perra y que se suponía eran para que se calme. Si el secundario hubiera sido más largo, fija que me quedaba sorda.
Sacarla a pasear era penoso desde todo punto de vista. Clarita vivía cerca de Barrancas. Desde la puerta de calle, Perla salía disparada, daba saltos, gritaba, gruñía. La gente se daba vuelta para verla. Esperaban un rottwieler asesino y aparecía la rata con megáfono. No daba para que los chicos del Manuel Belgrano nos vieran paseando a un perro tan feo. Resultaba avergonzante. Al menos para mí. El tema era que sacar a pasear a Perla resultaba para Clarita un momento de felicidad supina. Por eso nunca me pude negar a acompañarla, aun a riesgo de quedar escrachada como la amiga de la dueña del perro de Chucky.
Yo estaba convencida de que el problema de Perla era la castidad. Le decía a Clarita, dale, hacé que coja, que se relaje un poco, esta perra está estresada. Pero qué perro se le podía acercar a semejante animal. Había que ser valiente, ciego y sordo. Pero, como le solía decir mi primer jefe a su mamá: "siempre hay alguien más loco que uno". Aquello que parecía imposible, un día pasó.
Violaron a Perla, escribió Clarita en la agenda. Perra amarga, ni siquiera disfrutó de su primera y única vez en el amor.
Esa relación tuvo sus consecuencias: tres cachorritos. Uno nació muerto y los otros dos eran tan feos que Clarita tuvo que pagarle a la veterinaria para que aceptara regalarlos.
Se me pasó el rato y no les dije cómo fue que Perla se elevó por los aires. Pero para eso tendría que contarles de Amalia, una chica igual a Uma Thurman pero fea (creanme que algo así es posible), de Stephen King en Pinamar y de una sombrilla a lunares.
Tal vez mañana.
De entrada no nos tuvimos especial simpatía, no, ni mucho menos. Ella era de las que no se habían avivado de darle dos vueltas a la kilt del uniforme para hacerla más cool, es decir, más corta. Es más, el primer recuerdo que tengo de ella fue cuando en una prueba de latín, el terror de los terrores, Clarita de tan nerviosa copió la fecha y también el nombre de su compañera de banco. El profesor de latín se hizo una fiesta, sádico como era, se burló de ella en frente de toda la clase. Desde ese momento, Clarita se convirtió en "la boluda que se copió hasta el apellido".
Su compañera de banco, un poco ofendida pero más temerosa de que la fama de Clarita le enchastrara sus aspiraciones de abanderada, la echó de su lado. Así fue que Clarita se vino a sentar conmigo.
Hacía poco que la mamá de Clarita había muerto. Su papá, que había amado desesperadamente a esa mujer, no sabía muy bien qué hacer con la adolescente despistada y preguntona que le quedó a cambio. Era así como Clarita vivía en un mundo de viejos. Su padre, sus tías y Perla, la perra más fea y mala que ví en mi vida.
A pesar de alternar entre un ambiente violento y hostil como era el de mi colegio y una casa fría y triste, Clarita era un ser extremadamente alegre. Yo, por mi parte, que no vivía nada parecido a su situación, me dedicaba full time a ser lo más desdichada posible. Y a veces, hasta lo conseguía.
Pero yo quería hablar de Perla. Nombre pretencioso y anticuado para una perra un poco más grande que una rata, de color grisáceo y uñas largas que hacían un ruido muy desagradable cuando chocaban con el piso de cerámica. Sin embargo, la característica fundamental de Perla era su ladrido. Estridente, constante, aturdidor.
Desde que tocabas el timbre de la casa de Clarita, ya se escuchaba venir al monstruo, golpear contra la puerta una y otra vez como si te fuera a comer. Daba impresión, parecía un animal enorme. Después, Clarita abría la puerta y la veías y no podías creer que algo tan chiquito fuera tan quilombero. Ahí, cuando bajabas la guardia, la perra te tiraba el tarascón.
Ruidosa, mala y traicionera.
Después venían los gritos de Clarita que se superponían a los ladridos de la perra y que se suponía eran para que se calme. Si el secundario hubiera sido más largo, fija que me quedaba sorda.
Sacarla a pasear era penoso desde todo punto de vista. Clarita vivía cerca de Barrancas. Desde la puerta de calle, Perla salía disparada, daba saltos, gritaba, gruñía. La gente se daba vuelta para verla. Esperaban un rottwieler asesino y aparecía la rata con megáfono. No daba para que los chicos del Manuel Belgrano nos vieran paseando a un perro tan feo. Resultaba avergonzante. Al menos para mí. El tema era que sacar a pasear a Perla resultaba para Clarita un momento de felicidad supina. Por eso nunca me pude negar a acompañarla, aun a riesgo de quedar escrachada como la amiga de la dueña del perro de Chucky.
Yo estaba convencida de que el problema de Perla era la castidad. Le decía a Clarita, dale, hacé que coja, que se relaje un poco, esta perra está estresada. Pero qué perro se le podía acercar a semejante animal. Había que ser valiente, ciego y sordo. Pero, como le solía decir mi primer jefe a su mamá: "siempre hay alguien más loco que uno". Aquello que parecía imposible, un día pasó.
Violaron a Perla, escribió Clarita en la agenda. Perra amarga, ni siquiera disfrutó de su primera y única vez en el amor.
Esa relación tuvo sus consecuencias: tres cachorritos. Uno nació muerto y los otros dos eran tan feos que Clarita tuvo que pagarle a la veterinaria para que aceptara regalarlos.
Se me pasó el rato y no les dije cómo fue que Perla se elevó por los aires. Pero para eso tendría que contarles de Amalia, una chica igual a Uma Thurman pero fea (creanme que algo así es posible), de Stephen King en Pinamar y de una sombrilla a lunares.
Tal vez mañana.
1 comentario:
che, me gusta cómo escribís ¿te lo había dicho?
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