martes

Lidia

Mi sobrina de tres años le hizo un planteo a mi hermana: "quiero ir con vos a la peluquería y que me pinten las uñas". Tanto insistió que Fer tuvo que preguntarle a Yoly si podía hacerle la manicura a una nena tan chiquita. Así me lo contaba mi hermana entre divertida y asustada.
Yoly tiene una peluquería de barrio por Boedo, cerca de la casa de mi hermana. Fer me contó que Yoly hace años que está, que se fue haciendo su clientela de a poco y que cuando las cosas empezaron a marchar más o menos bien, se decidió a estudiar. Así, de grande, dice ella. Primero, el secundario; después, administración de empresas. Dice que se siente medio rara al tener compañeros tan pendejos pero que la carrera la termina seguro. Mi hermana, entonces, mientras se hace la manicura le plantea los problemas que tiene en su propio negocio. Yoli la escucha (como buena peluquera) y le da consejos de gestión empresarial (como buena consultora).
Que te arreglen y pinten las uñas es un placer al que también mi mamá nos acostumbró desde chicas. Cada tanto, venía a casa una mujer que se llamaba Lidia. Venía sin avisar, cuando podía. Si mi mamá estaba, le hacía la manicure. A nosotras tres nos arreglaba las cutículas y nos ponía brillito.
La recuerdo como una mujer grandota, muy alta (con tacos llegaría al metro ochenta) y tetona, muy tetona. Usaba siempre pantalones y el sueter rojo escote en V sobre la piel. Otra de las cosas era que Lidia no paraba de hablar, desde que llegaba a casa hasta que se iba, meta hablar como una radio. Lo suyo no era la política internacional sino el chisme.
Estoy siendo injusta, lo que hacía era actualizar los datos de la vida de sus otras clientas. Así las llamaba: "mi clienta, tal cosa", "mi clienta, tal otra", nunca un nombre propio. Se suponía que una debía reconocer a quién estaba refiriendo. Con el tiempo, más o menos las ibas identificando. Lidia manejaba una camioneta, algo que reforzaba su aspecto hombruno. Era una F 100 blanca que a veces le costaba estacionar cuando venía al centro.
Lidia no tenía familia. Ni padres, ni hijos, sólo clientas. Con algunas hasta se iba de vacaciones. (Ahora que lo pienso, tal vez hasta fuera algo torta. ¡Seguro, claro! Me acaba de caer esa ficha.) Lo que transmitía era una fuerte independencia y mucha soledad. Me hacía admirarla y al mismo tiempo me daba un poco de tristeza. Me la imaginaba pasando sola las fiestas, el colmo del bajón. Aunque creo que para esas fechas siempre contaba con alguna clienta.
Venía a casa con un maletín negro, de esos duros y altos que se abren desde arriba. Daba la impresión que pesaba una tonelada. Era mágico observar con qué cuidado sacaba los utensilios con los que iba a trabajar. Arriba, envueltas en un paño, tenía las tijeras, limas y otros objetos para bajarte la cutícula y esas cosas. Al costado, un tarrito de goma que llenaba de agua caliente. Lo primero que hacía Lidia cuando te iba a atender era sumergirte una de las manos en ese tarrito. Y abajo de todo, el paraíso de la diversidad: Millones de tonalidades de esmaltes. Todavía creo estar viendo todos los frasquitos paraditos en el piso del maletín. Elegías el color que te iba a poner y eso era lo último que decías. Ahí nomás Lidia empezaba a atenderte y a hablar hasta quemarte la cabeza con las historias de sus clientas. También, sutilmente, intercalaba algunas preguntas, supongo que para surtirse de material para cuando iba a otra casa. Creo que cuando mi otra hermana quedó embarazada a los dieciséis tuvo material para todo un año. Igual, no era maliciosa en sus chismes sino más bien informativa. Creo que por eso sus clientas la queríamos a pesar de todo.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Hola mi nombre es Pedro Antonio quiero felicitarte por tu Blogs y ademas quiero invitarte al mio ya que trata de temas femeninos espero te guste.
http://inhinotep.blogspot.com/

Un beso

Anónimo dijo...

hola te kiero decir q tengo una hna q se llama lidia y tiene una vida larga cmo vos!!! y es una tonta jajaja bueno chauchau