jueves

pichones 1

Tengo cinco años y estoy con mi mamá y mis hermanas parada en la vereda, esperando que papá nos pase a buscar con el auto. Ya superamos la etapa en la que mamá nos vestía a las tres iguales, pero para ir a la ciudad nos puso vestiditos. Hace calor y tengo las manos y la cara pegoteadas por el helado que me tomé. Me fue mejor que a Fer. Ella tiene una banda de chocolate cruzándole la pechera. La calle comercial de Tres Arroyos se llama Colón. Ahí había un cine muy grande, antiguo, que se destruyó en un incendio dejando un baldío igual de grande.
Cerca nuestro hay unos nenes. Son dos y están jugando con una paloma, intentan agarrarla. Lo logran. Nos quedamos mirándolos. En eso, uno de ellos saca una navaja. Mientras que el más petiso la sostiene, el otro le estira un ala y se la corta a la altura de la articulación. Lo hace despacio, serruchando. La navaja no debe estar del todo afilada. Miro a mamá, no entiendo lo que está pasando. Me dice, medio distraída, que le están cortando las alas para que no vuele más.
Cuando están por encarar el otro lado, la paloma se les escapa. Corre, se mete en el baldío del cine, intenta volar. No puede. Choca contra la pared renegrida por el incendio. Se llena de ceniza. Se golpea una y otra vez. Mi hermana más chica llora. La carrera es despareja y los captores la alcanzan en pocos pasos. Se les tiznan las manos al reanudar su tarea. Estiran el ala sana y cortan.
Pichón de delincuente, dice mi vieja. Curiosa selección de palabras. No entiendo. Mis hermanas tampoco. Las palomas nunca nos cayeron del todo bien. Traen piojos, dice mi abuela, se apestan. Las de la paz deben ser de otra especie, supongo. Pero lo que presenciamos nos deja atónitas. Nos espanta, no podemos dejar de mirar, nos fascina. No terminamos de saber por qué.
El auto de mi papá se acerca despacio y estaciona a metros de donde estamos paradas. Mientras vamos subiendo al auto, el nene más grande le dice a mi vieja ¿la quiere señora? ofreciéndole la paloma mutilada. Como mamá dice que no, la abandonan en el cordón de la vereda.
No se mueve, esconde el pico entre las plumas, sabemos que pronto morirá.

miércoles

Santa Claus

Mis viejos nunca nos hicieron creer en Papá Noel.
Ellos estaban orgullosos de esa decisión, los hacía sentir padres esclarecidos. Para ellos era todo ganancia: nos evitaban un desengaño, se robustecía nuestra confianza en su palabra y, sobre todo, podían presindir de los regalos sin demasiadas explicaciones. Pero nos advirtieron que debíamos respetar la crueldad de los otros padres y que no estaba bien que fuéramos por la vida avivando pendejos. Siempre que pudimos, mis hermanas y yo respetamos la consigna.
Sin embargo, creo que a mi infancia le faltó algo. Sí, Papá Noel.
Suponía que después del brindis, los padres mandaban a los niños a dormir, ponían los regalos en el arbolito y ya: vino Papá Noel. Esa era toda la magia. Hasta que pasamos una navidad en la casa de unos amigos de mis viejos. Los Álvarez eran una familia enorme, llena de primos, tíos, y otros parientes. Algo que para mí era rarísimo porque mi papá y mi mamá son hijos únicos y entonces no tengo ni primos ni tíos ni familia numerosa. En la casa de los Álvarez podía ausentarse algún tío sin que nadie lo notara. Un elemento crucial para el verosímil navideño.
Con mis hermanas estábamos medio aburridas e indiferentes pero los otros nenes de la casa andaban como locos sopesando cómo había venido el año en castigos y recompensas. Adrenalina, expectativas, promesas que esperaban ser atendidas. De repente, se abrió una puerta y lo vimos. Vestido de rojo, la barba, las botas, ¡la bolsa!
¡Cómo me cagaron mis viejos! No eran honestos, ¡eran vagos!
Fede es el menor de mis sobrinos. Tiene su blog donde publica cuentos como "Mi abuela es una bestia" o "¿Qué pasaría si a un chico que gusta de una chica a la que le gusta tejer, se transformara en polilla?" Es vegetariano (herbívoro, solía decir) desde los tres o cuatro años y se come la fruta abrillantada del pan dulce y deja lo rico. A él le pasó con Papá Noel algo que mi hermana no había contemplado. Inexperiencia, supongo.
Como había sido un buen chico, pidió un regalo acorde a su comportamiento. Quería esas motos para chicos. Soñaba con la moto, la deseaba, la añoraba. Se le iban los ojos cuando pasaba por la juguetería. Estaba convencido de que este año se la había ganado, lo sabía, lo merecía.
No contaba con que la moto en cuestión salía un huevo y que mi hermana ni vendiendo los muebles de su casa se la podía comprar.
Fueron las doce, brindis, cohetes. Salimos al balcón a mirar los fuegos artificiales y en eso, se asomó Papá Noel, saludó y desapareció. Vamos al árbol a ver qué nos trajo.
Para Fede: un tubo de pelotitas de tenis y el conjunto de shortcito y remerita que tanto le había gustado a la abuela. ¿Papá Noel le da más bola a mamá? ¿No leyó la carta que le mandé? Acá hay un error.
Fede volvió al balcón y vió que Papá Noel estaba enfrente. Aparecía y desaparecía. Había viento y se movía rápido. En la ventanita del edificio de la esquina, dos pisos más abajo, en el balcón del cuatro piso.
Fede le gritó: ¡Gordo, volvé!
Nada.
Desesperación: Gordo, traeme la Harley.
Angustia: Gordo, vení, te equivocaste.
Le gritó hasta quedarse afónico. No hubo forma de sacarlo del balcón. Estaba aferrado a los barrotes, rojo de furia, gritando: Gordooooooooo.
Finalmente se resignó. Entró y con rencor nos dijo: Papá Noel es un gordo boludo.

lunes

la actriz, la puta y el poeta romántico

Durante un tiempo trabajé de moza. ¿Debería decir camarera? Supuestamente queda mejor, pero a mí me suena horrible. Fue una época en la que me divertí mucho, muchísimo. Vivía una vida muy despreocupada. Así la recuerdo. Si el laburo me hinchaba, renunciaba y ya. Después volvía. Como tenía en mente ser actriz, estudiaba actuación, técnica vocal, contact y análisis de texto. Por las noches, trabajaba en el bar. Ahora que lo pienso, yo era un estereotipo. Me faltaba tocar el cello o usar polainas para ser un personaje de Fama.
Usaba el pelo bien corto y ropa oscura y muy amplia. Lo que me valió que un par de veces me gritaran puto por la calle. No me importaba. Como chico hubiera tenido levante igual. Pero concentrémonos que no es de eso de lo que quería hablar.
El bar donde yo trabajaba no era nada del otro mundo pero mis compañeros, esos sí que eran algo especial. La cocinera me quería mucho pero odiaba al lavacopas. A Manolo le hacía la vida imposible. Conmigo era distinto. A pesar de que tenía casi mi misma edad, Alba me trataba como si fuera su hija. Me retaba si me veía fumando y se preocupaba de que comiera bien. Que estás muy flaca, me decía. Tenía un novio que era policía, vivía en Misiones y era siete años más chico que ella. Le escribía cartas. Pero en realidad su corazón estaba en otro lado. Alba estaba enamorada de Menem, loca, abierta, descaradamente. La recuerdo sentadita en la cocina, mirando la revista Caras y llorando a moco suelto por la muerte de Carlitos. Conservadora, moralista y hasta un poco mojigata, fue sin duda la menemista más rara que conocí en mi vida.
También estaba Andrea, que había entrado como camarera un mes antes que yo. Ella me enseñó a usar la bandeja, decorar los tragos y a hacer café. Un martes que no pasaba nada me contó su historia. Era uruguaya, tenía un hijo de cinco años que se estaba criando en el campo y había sido prostituta. Se escapó de su novio porque no la dejaba largar el laburo. Otro estereotipo más.
Era una cantante frustrada. Muchas veces, a la hora de cerrar, agarraba el micrófono y cantaba boleros o lentos en un inglés aprendido por fonética. No era lo que se dice linda pero volvía locos a los hombres. Para compensar, usaba unas blusitas que parecía le había robado a su abuela, con muchos volados, cerradas hasta el cuello. Igual, no había caso, siempre había algún alzado queriéndole meter mano. Desde que la conocí se estaba por poner de novia con el encargado del bar, y en el tiempo en que trabajé hubo fácil siete encargados distintos.
Era buena mina no como la otra chica que laburaba con nosotras, Myriam, que era tan amargada y aburrida que daba bronca. Ni una vez contestó "bien" a la pregunta "cómo estás". Nos cansamos de tratar de dialogar con ella. Odiaba el café, el bar y la gente. Lo único que le gustaba era Shakira.
En ese mundo, me supe hacer un lugar tirando las cartas. No me acuerdo cómo empezó la cosa. Simplemente, un día salió como un relato y después otro y otro más. A medida que iba acertando, mi reputación crecía. Llegó un momento en que no sólo los empleados, también los clientes me pedían que les leyera el futuro. Yo hablaba, sin criterio ni responsabilidad alguna, decía lo primero que se me ocurría. Después, se creaba como una intimidad. Volvían, me contaban cómo les había ido con sus problemas de los que yo no tenía ni la menor idea. Ellos me confiaban sus secretos.
Como no cobraba por tirar las cartas, empecé a pedir pequeños favores a cambio. Irme más temprano, no atender a algún cliente que se ponía pesado, que leyeran algo que había escrito. Todo servía a mis propósitos. Mi fama de quiromante ascendió a alturas nunca vistas. Sin embargo, el don se me había ido de las manos. Hace poco me crucé con un chico al que le había dicho que su novia lo cuerneaba. Yo no me acuerdo de haber hecho semejante animalada. Tal vez tuve un mal día o simplemente me gustaba y me porté mal. La cosa es que fue cierto. Y él, agradecido. No está bien confiar tus secretos a extraños.
Me acuerdo de una noche en especial. Ya estábamos cerrando. Andrea parada en el escenario, micrófono en mano, cantando sobre el disco de U2 y Manolo le hacía los coros.
Entró un tipo. Se sentó en una mesa muy lejos. Quiso cognac y café. Cuando se lo llevé, le pedí perdón por el barullo que estaban haciendo, le dije que ya estábamos cerrando. Se puso a escribir en un cuadernito. Era tarde. Un día de semana. Me llamó la atención. Estaba solo. Tenía una polera negra y el pelo revuelto. ¿Otro estereotipo más? Me colgué mirándolo pero cuando levantó la vista, yo bajé la cara avergonzada.
Me llamó.
Pagó.
Me dejó como propina dos poemas escritos en una servilleta.

imperdible!

Ya salió el nuevo número de elinterpretador.
Poesía, narrativa, ensayos, las columnas habituales de cine, teatro y nazismo bizarro. Y por supuesto, las ilustraciones inquietantes con las que Incardona decora la revista.
Todo eso y mucho más en el número de diciembre de elinterpretador

domingo

efemérides















Hoy hace exactamente un año que un Evatest me dijo que estaba embarazada.
Ese día nos habíamos levantado tarde, hacía bastante calor. Nico puso un disco de Mars Volta para empezar el día con todo. (Nuestros vecinos eran unos santos) Yo, en el baño.
Seguir las instrucciones. Espera. Confirmación.
Silencio, necesito silencio, apagá la música que tenemos que hablar.
Me quedé sin palabras. Vértigo, lo que sentí fue vértigo.
Después fuimos dos, sentados, en silencio. (Luego vendrían más días así. Quedamos atónitos con la primera ecografía. También cuando nos dijeron que era una niña.)
Ni se te ocurra ponerlo en el blog. Me miró como diciendo no me podés hacer esto. Pero entendió. Busqué en internet consejos para embarazadas. Al otro día tenía un casamiento y no estaba segura de qué podía hacer y qué no.
Nos tomamos el día para nosotros. Salimos a caminar. De la mano. No hablábamos. Y de repente, tenemos que comprar un piano. ¿eh?
Comimos por ahí. Pensamos en posibles nombres, ocupaciones, gustos. Qué cosas le permitiríamos, qué deseábamos, qué íbamos a evitar. Nos pusimos de acuerdo.
Un año no es tanto tiempo pero pueden pasar muchas cosas. ¿No Pierina?