jueves

Gómez

– No te creo. –dijo Vale y fue terminante.
– Si no me creés, preguntále a Gómez. –Retrucó Nancy.
– ¿Gómez?
–Sí, el chimpancé es suyo porque el papá es cazador.
– ¿Segura que era un mono?
–Si es cazador, el mono tenía que estar muerto, nena. Dejá de mentir.
– Boluda, ¡era el hermanito de Gómez! –Vale y yo nos reímos.
–Tarada. Gómez no tiene hermanos. Era un chimpancé, te lo juro.
Nancy nos contó que el papá de Gómez trabajaba para un zoológico y que tenía toda clase de animales en la casa: pájaros, monos, lagartijas y conejos. Nancy estaba eufórica, sacudía las manos mientras hablaba. Gómez le había dicho que estaban esperando un tigre bebé para fin de mes.
Ellas siguieron hablando pero yo me desentendí. Me imaginé al papá de Gómez, sentado en un escritorio robusto de madera oscura, con un casco marrón y fumando en pipa. ¡Cómo me gustaría conocer esa casa!
Nació un anhelo. Y con él, nació un problema. Gómez era el más tacaño, caprichoso y traicionero de todo quinto "B" pero yo tenía que encontrar la forma de ser su amiga.
Esa tarde, Luisa me fue a buscar al colegio. Durante años fue nuestra mucama y niñera. Cocinaba como los dioses pero todos la recordamos porque tenía un carácter de mierda. No sé muy bien por qué mi mamá la aguantaba, supongo que sería algo karmático. Luisa vivía de mal humor, peor que eso, iba enojada por la vida, peleada con el mundo, ofuscada de antemano. Era famosa en el barrio por sus malas contestaciones. Cuando quedó embarazada, se puso imposible. Todo la irritaba. Mamá nos pedía paciencia. Si se le cortaba la mayonesa, era preferible irse sin comer. Mi hermano la jodía con que iba a parir al bebé de Rosemary.
Volví a mi casa con la preocupación instalada. No sabía muy bien por dónde empezar y Gómez me caía realmente mal. Pero, un tigrecito...
–Luisa, ¿alguna vez te pasó tener que estar con personas que no te bancás?, le pregunté.
Me miró como diciendo ¿me estás jodiendo?
– ¿Y qué hacés para ser su amiga?
Gruñó por toda respuesta. Estaba claro que no era la informante indicada.
En casa, me encontré con que papá había llegado temprano del laburo. Estaba sentado en el living. Aunque todavía era de día, ya se había puesto el pijama y, destornillador en mano, trataba de arreglar una radio portátil. Pasé delante de él para dejar la mochila. No pude evitar mirarlo con tristeza.
El sábado a la mañana, papá nos pidió ayuda para orientar la antena de la tele. Eran los tiempos previos a la gloria del cable. La idea era que mamá se quedara chequeando los canales; Luisa y yo nos parábamos en el patio y le gritábamos las instrucciones a papá y a mi hermano menor que estaban con la antena. Vivíamos en una planta baja y la antena estaba en la terraza. La cosa se dificultaba un poco porque el edificio tenía siete pisos.
–¿Y ahí? ¿Cómo se ve? –gritaba papá desde la terraza.
–No, dale más –decía mamá desde la habitación.
–No, dale más –repetíamos nosotras desde el patio.
–¿Qué?
–Más.
–Más.
–¿Ahí?
–Con fantasmas –decía mamá.
–Fantasmas –repetíamos nosotras.
–¿Ahí?
–Ahí.
–¿Ahí?
–No, te pasaste. Volvé.
–Volvé.
–¿Qué?
–Que te pasaste, volvé un poquito.
–Dejá dormir. –gritaba el chico del quinto.
–Pará que ya termino. –le respondía mi viejo.
Una vez que lograba sintonizar bien un canal, había que pasar a los otros y ver si alcanzaba una visión más o menos aceptable. Al final nos ganaba por cansancio y siempre había algún canal que se veía medio-medio. Papá bajó con su caja de herramientas. Para mi mamá, no había nada en el mundo que mi papá no pudiera arreglar con su caja de herramientas y probaba esa convicción todos los fines de semana: que el cable de la plancha está pelado, que la heladera hace un ruido raro, que el secador de pelo me dio una patada.
Yo pasé el resto del sábado elaborando una estrategia que me llevara a conocer la casa de Gómez. Tengo que reconocer que estaba obsesionada.
El lunes, en el colegio, nos llevaron al salón de actos y nos pasaron unas diapositivas de educación sexual. Lo organizaba una empresa de toallitas femeninas. Nos mostraron cómo era un útero y los ovarios y nos hablaron mucho de la menstruación. Algunas de mis compañeras ya se habían hecho señoritas. Yo no. Especialmente aclararon que no te pasaba nada si te lavabas la cabeza y que la higiene era muy importante durante esos días. Nancy levantó la mano y dijo que te podés desangrar si te bañás de inmersión cuando tenés la regla. Los chicos se reían a carcajadas. Pacientemente, las promotoras le explicaron que la regla no era una hemorragia y volvieron a pasar una de las diapositivas pero Nancy no se convencía. Las promotoras hablaban con palabras viejas. La regla, qué antigüedad. Yo lo miraba a Gómez de costado. Cuando terminó le pregunté qué le había parecido el documental. Me dijo que se había aburrido mucho pero lo vi muy interesado en la muestra gratis que me habían dado. Sólo a las nenas les regalaban un paquetito muy coqueto con una toallita.
–¿Lo querés? –le pregunté ofreciéndole mi muestra gratis.
Él se enojó, pensó que lo estaba tratando de mariquita. Lo agarró, lo tiró al piso y lo pisoteó todo. Mi plan de seducción había empezado muy mal y encima me quedé sin el regalo.
El martes, en el recreo largo le convidé de mi alfajor triple de chocolate. Se lo comió todo y se fue. Gómez cada vez me caía peor pero más ganas me daban de conocer su casa.
Cuando jugamos al quemado tuve tres oportunidades de reventarlo de un pelotazo y lo dejé pasar. Vale me gritaba: dale pegale de una vez a PAMI Gómez, pero yo sabía que debía perder una batalla y ganar la guerra.
Esa noche soñé que finalmente Gómez me invitaba. Era una casa inmensa, con distintas habitaciones pobladas de los bichos más extraños. Una biblioteca antigua llena de pájaros blancos que caminaban despacio entre los libros. En la cocina, peces, muchos peces de colores en peceras gigantescas. Entraba en la habitación de Gómez que en realidad era la mía porque tenía mis juguetes y peluches pero que se mezclaban con los otros animales y no sabías muy bien qué era de mentira y qué se podía mover. Y hasta pasaba rápido porque me daba miedo entrar en el cuarto de las serpientes, arañas y lagartos.
Con Gómez probé de todo: le regalé figuritas, me gasté la mensualidad en mielcitas y sugus masticables para él, lo llamé por su nombre de pila (y Vale y Nancy se me rieron en la cara) y hasta me cambié de banco para estar más cerca.
Pero más me quería acercar, más lejos se me iba. Todos creían que yo gustaba de Gómez, pero en realidad el que me gustaba era su papá. Gómez parecía darse cuenta y se ensañaba. Un día empezó con que su papá era mejor que todos, que viajaba por todo el mundo y que conocía a todos los animales.
–Y qué, el mío es el dueño de todas las aspirinas y si a tu papá le duele la cabeza se las tiene que comprar a mi papá y si yo quiero no le da nada.
–Mentira.
–Verdad.
Esa tarde, cuando volví a mi casa le pregunté a mi mamá en qué trabajaba mi papá. Ella estaba corriendo a mi hermano menor que no quería ir al dentista. La doctora Buratti nos atendía gratis a los dos porque había sido la dentista de mi mamá. Creo que fue una de las primeras mujeres en recibirse de odontóloga. Tenía mil años y nos hacía dormir con unos aparatitos llenos de alambres que hacían doler la boca. Mi hermano nunca los usaba y cuando llegaba el día de ver a la doctora Buratti sabía que se venía una penitencia. Paradójicamente, yo que los usaba todas las noches tenía los dientes cada vez más torcidos.
–Mamá, ¿a qué se dedica papá? –insistí.
–Y, trabaja con el abuelo.
– ¿Pero de qué? ¿Qué es?
–Tu papá no es nada. –Mi vieja siempre tan pedagógica.
– ¿Nada? –Yo estaba desilusionada. ¿Cómo podía competir con Gómez padre?
–Hace negocios, eso.
–Ufa. ¿Y eso para qué me sirve? ¿No tenemos nada que ver con los que hacen las aspirinas?
– ¿Quién te puso esas ideas en la cabeza?
–Nada, es que la señorita me preguntó si teníamos que ver con los Bayer del Laboratorio. –mentí.
El jueves lo invité al cumpleaños de mi hermano. Habían contratado animadoras y un mago. Cuando vio la tarjetita, Gómez me dijo que no iba a cumpleaños de menores porque él ya era grande.
–Ay, Gómez que insufrible que sos, pensé. Pero me contuve y no lo mandé a la mierda. Pasaban los días y yo no veía ningún progreso. Ya me estaba desmoralizando y lo peor es que le había tomado bronca. Si seguía así, estaba claro que mi plan de seducción iba terminar a las piñas. Había que tomar medidas drásticas pero ¿cuáles? Y cuando Gómez se me acercó y me dijo: “OK, qué querés para dejarme en paz”, me di cuenta de cómo me había equivocado. No se trataba de seducirlo, había que sobornarlo.
–Quiero que me invites a tu casa. –respondí yo abriendo la negociación. Era tan simple como eso. Bueno, no tanto porque a cambio me tocó hacer yo solita todo el trabajo práctico sobre la Antigua Roma.
Pero finalmente al otro día, después de la clase de patín artístico, Luisa me llevó a lo de Gómez. La casa quedaba en un pasaje. Algunas las habían arreglado, otras estaban medio desvencijadas. La de Gómez era la peor. La puerta de madera estaba toda comida. La habían querido arreglar con unas chapas pero se ve que no funcionó. No le hice caso a esa primera impresión, lo bueno debía estar adentro. Iba a jugar con animales de verdad. En mi casa no me dejaban tener nada, ni un canario porque mi mamá era alérgica.
Gómez abrió rápido y me hizo pasar, dejándola a Luisa en la vereda con la palabra en la boca. Cerró de un portazo. Se escuchó clarita la puteada de Luisa mientras se alejaba.
Fue entrar y darme cuenta. Nada en esa casa era como en mi sueño. Cómo intuir que la imaginación no viene con olores. Y ¡qué olores! El patio estaba lleno de basura y bolsas enormes de alimento balanceado. En el living había pilones enormes de diarios y revistas, platos sucios, trapos colgando del respaldo de la silla. Todo estaba roto o sucio o las dos cosas al mismo tiempo. Y el olor, santo cielo.
Yo me sentía estafada. ¿Y el chimpancé? ¿Y el tigre? Sólo se veía al fondo una jaula con unos loros de lo más aburridos.
Parece que el tigrecito se había colgado de la instalación eléctrica y los había dejado sin luz una semana. Eso había apurado la entrega del animal al zoológico de San Luis. La madre de Gómez se había enojado muchísimo. ¿Qué? ¿Gómez tenía mamá? ¿Por qué no limpiaba un poco esa roña? El padre de Gómez estaba de viaje. ¿África? No, la isla Martín García. Y el chimpancé se había comido ayer un tarro de caramelos y terminó en el veterinario.
Quise renegociar, esas no eran las condiciones del trato. Yo estaba ahí por los animales y ahí no había ninguno. Gómez estaba incómodo, avergonzado. Me contó que era medio primo de Nancy y que estaba muy enojado de que ella nos hubiera contado lo de su papá. En ese momento lo miré y me pareció otra persona completamente distinta. Era como si lo mirara por primera vez. Me sorprendió.
Entonces, me invitó a ir a la terraza a tirarle piedritas a los loros. Había uno que si le acertabas, te puteaba. Nos matamos de risa. La pasamos bárbaro, eso sí, como zoológico, la casa de Gómez era una cagada.
Esa noche tuve una pesadilla. Soñé que estaba parada en una cornisa, muy alto, casi al borde de un precipicio y sentía la sombra de unos pájaros vengadores sobrevolando pero no los alcanzaba a ver. Yo sabía que venían por mí. Quería protegerme, que no me vieran, hacerme chiquitita pero no podía porque cada vez me hacía más y más grande. Me desperté sobresaltada. En casa, todos dormían menos mi papá que se había quedado leyendo. Me acerqué despacito para no despertar a mi mamá y le dije muy seriamente: papi, yo no quiero crecer nunca.