martes

me gusta ir al teatro

Me habían propuesto escribir una nota para Conjunto, la revista de teatro de Casa de las Américas. Era la primera vez que me ofrecían publicar un artículo largo, sobre un dramaturgo que yo tenía muy trabajado para una revista de teatro extranjera y prestigiosa. La excusa para la nota era el estreno en Buenos Aires de una de las últimas obras de este tipo. Por supuesto le pedí a Nico que me acompañara así podía discutir con él mis hipótesis para el artículo. También entrevisté a la directora antes de ver la puesta. Después me di cuenta de que eso había sido un error, no grave pero error al fin.
La cosa es que yo venía tan entusiasmada con el asunto que así hubiera sido Bañeros 3, yo le habría puesto todas las pilas. Fuimos al Cervantes. La función era en la salita de arriba, la de las sillas incómodas. Bueno, todas las sillas y butacas del Cervantes son incómodas.
Empezó la obra. Todo muy luminoso. En escena, un tipo morochón de traje blanco y bigotes de cana sentado, esperando. Luego, se abrió una puerta y apareció otro hombre igual de morocho, canoso, muy peludo y vestido como Marilin Monroe.
Nico me dijo: esto es una mierda.
Traté de que bajara la voz. La directora estaba entre el público. Marilin tenía pelos hasta en la espalda. Nico se movía en la silla y no paraba de resoplar. Hacía ruidos.
¡Ojalá hubiera sido Bañeros 3, por lo menos en esa las travestis son más lindas!
Cuando empezó a recitar versos de La cautiva, Nico me dijo: yo me voy.
-No podés. Pará un poquito.
-Esto es insoportable.


Era el momento y la hora
En que el sol la cresta dora...

Yo estaba ofendidísima. Y con lágrimas en los ojos, usé el típico, trillado y efectivo reproche: "Ves cómo sos, cómo no me apoyás en nada. Vos sabés que esto es muy importante para mí."

De los Andes y el desierto
Inconmensurable, abierto...

Y Marilin levantaba los brazos y dejaba ver sus axilas sin depilar. Nico bajó la vista y aguantó, estoico, hasta el final. Después de ese día acordamos que me esperara a la salida.
Esa vez quedó como una de mis tres peores y más avergonzantes experiencias en el teatro.
La primera es también la más lejana en el tiempo. Fue en el Teatro San Martín. No me acuerdo qué había ido a ver. Lo importante es que había ido con un proyecto de novio.
Ya estaba por empezar la función. Se escuchaba la voz grabada con el "El teatro San Martín les da la bienvenida..." cuando un tipo se me acercó y me dijo: Flaqui, qué hacés, cómo estás. ¡Qué gusto encontrarte!" Me dio un abrazo re efusivo, me dio un beso, me agarró el pelo, me agarró la mano. Después me dijo: ya empieza, después hablamos, ¿dale? Antes de que pudiera decirle nada se acomodó unas butacas más allá.
"... y les recuerda que no se pueden tomar fotografías con flash durante la representación." Mi acompañante me recriminó que no lo hubiera presentado. Yo le retruqué que no me podía acordar de quién era. Él mucho no me creyó. Pero yo estuve toda la función tratando de identificarlo. Cada tanto lo miraba de reojo. Me recriminé el no ser muy buena recordando caras. ¿Pero quién me dice flaqui?, pensaba y no se me ocurría nada. Por fin terminó la obra. El tipo se me acercó con ganas de volver a abrazarme pero pasado un segundo se frenó. Me miró y me dijo: ah, perdón. Te confundí con otra persona. Y se fue.
La segunda fue un poco más violenta. Pasó durante una obra de Alberto Félix Alberto. Había ido con un amigo, compañero de actuación, que además era sociólogo. Cuando llegué, él ya había sacado las entradas. Dieron sala. Nos ubicaron en la segunda fila. Había bastante gente y nos fueron apiñando un poco. Mucha gente en realidad. Apagaron la luz y mi amigo se agarró la cabeza y dijo: ¡la laptop!
Siempre fue muy despistado, pero esta vez se había pasado. Se olvidó en el bar de la entrada del teatro el maletín con su notebook y una copia del informe que tenía que presentar al otro día en el laburo. Intentó pararse para salir pero era imposible. Las gradas hacían que se tuvieran que levantar todos los de la primera fila para darle paso. De atrás le chistaron para que hiciera silencio. Estaba atrapado.
La obra repetía una misma escena: un hombre con piloto tocaba el timbre de una casa. Eso daba lugar a un montón de situaciones de lo más inverosímiles al otro lado del escenario. Mi amigo empezó a sufrir: si pierdo la compu me mato, tengo todo ahí. Yo trataba de tranquilizarlo. Un tipo sentado un poco más atrás se enojó porque hablábamos y empezó a putearnos. Esto es una falta de respeto, decía, yo pagué la entrada. Se iba encabronando. Del otro costado de la sala le empezaron a chistar al que se quejaba. Una chica de la primera fila nos expresó su solidaridad por la situación. Otro, un poco más lejos preguntó cuál era el problema. Alguien le respondió.
En escena, el tipo del sobretodo volvió a tocar el timbre. Mi amigo probó pararse una vez más. Pero el tipo de atrás lo sentó de prepo. Yo pensé que se agarraban a piñas ahí mismo. De más lejos volvieron a chistar. En escena, un gordito hacía que se cojía un pedazo de carne cruda. Pocas cosas más desagradables. Yo lo miraba sufrir a mi amigo.
Finalmente, el tipo del sobretodo tocó el timbre por última vez. Antes incluso de los aplausos mi amigo salió disparado. Mientras saludaban, los actores trataban de entender qué es lo que había pasado. Al mismo tiempo se asombraban de la efusividad de los aplausos. El tipo puteador, para darnos un ejemplo de civilidad, aplaudía como si hubiera tenido una revelación divina.
Resultó que habíamos hecho tanto quilombo que la acomodadora nos estaba esperando en la puerta con el maletín de mi amigo en la mano y la recomendación de no volver por ese teatro nunca más.

jueves

quién me manda

Poco motivada por el frío (nueve grados) y la hora (nueve de la mañana), llegué a un cuartucho helado y sombrío. Iba a leer una ponencia en el congreso de teatro que se hace una vez por año en el Cervantes. Ya instaladas en la mesa y bastante aburridas dos mujeres revisaban sus papeles. Una de ellas tendría unos sesenta años y tatuajes en las manos (algo me que resultó inquietante por demás). La otra participante de la mesa era una bailarina brasileña que ni bien llegó se acurrucó en un rincón a dormitar. La cosa pintaba mal.
Traté de establecer conversación pero nada. A cada comentario mío mujían, asentían y me ignoraban. Qué frío que hace. Mmmm. Vos sos fulana, no?. Mmmm. Es muy temprano para hablar de teatro. Mmmm.
Desistí. No te digo que mi conversación fuera la apoteosis del entretenimiento, pero me hubiera gustado que valoraran mi esfuerzo. Nueve grados, nueve de la mañana. Qué querés.
Después llegó la coordinadora de la mesa. Se la veía un tanto decepcionada por la falta de público. Propuso esperar un poco. Yo quería leer e irme pero no, había que esperar.
Dos personas. Está bien, larguemos.
La mesa tenía el título "teatro y literatura", nombre lo suficientemente vago para que entre la asombrosa variedad de temas que se abordaron. Asombrosa en verdad.
Ya en congresos anteriores tuve que sobrellevar situaciones complicadas. Es más, en mi última presentación, la señora que leía justo antes que yo se emocionó tanto por las palabras que ella misma había escrito que terminó su ponencia en un mar de lágrimas. Entre hipos y mocos pidió disculpas a la audiencia que, demostrando simpatía, terminó brindándole un sentido abrazo colectivo. ¿Cómo remontar eso? ¿Cómo leer mi triste trabajito después de semejante final? ¿Cómo conservar el sentido, el estilo, las ganas cuando con un golpe de efecto tan certero se gana por entero al público que esperás conquistar por medios más sutiles? Después de eso, lo mío era una estupidez recalcitrante y aburrida. Lamenté no tener papel picado en los bolsillos.
Sin embargo, este año se superó.
Empezó la bailarina brasileña que hablaba un español muy aceptable. La idea era contar de cómo utiliza los textos de una poeta marginal para explorar cuestiones autobiográficas y de memoria emotiva con los actores. Sin embargo, de Stanislavsky a Barba, pasando por Artaud, Grotowsky, la danza Butoh y demás inventos no dejó autor sin mencionar a excepción, por supuesto, de la poeta marginal brasileña. Si habré escuchado ponencias así.
Para ese entonces, se había sumado algo de público. Ya llegaban casi a diez personas. Le siguió el turno a la mujer niña que se asomaba por el borde del escritorio (otro día voy a contarles de cómo las personas y cosas chiquitas me dan tristeza). Dio una charla sobre un dramaturgo cordobés. En realidad, fue una larga reseña bio-bibliográfica con datos de sus publicaciones y sus puestas. Para cuando terminó, ya el grueso del público había desertado.
Me tocaba el turno a mí. Leí ante las dos personas del principio que, tan estoica como inexplicablemente, continuaban en sus asientos. Terminé mi texto. Ovación.
Habían dejado para el final a la abuela tatuada. Ella se presentó como médica veterinaria. Sí, tuve que contenerme para no explotar. La médica veterinaria (repito y no me la creo) forma parte de un grupo que investiga, atención, el cerebro de los actores. No daba crédito a lo que estaba presenciando. Al principio creí que mi propio cerebro me estaba jugando una mala pasada. Pero no. Acto seguido, empecé a tomar notas. Después de citar a Darwin explicó que lo que le interesa es "completar un análisis del cerebro para ver lo específico de la emoción y encontrar así las bases neuroanatómicas". También aclaró que las nuevas tecnologías permiten estudios no tan cruentos. Me acordé de cuando en el colegio nos hicieron diseccionar un sapo. A continuación, como éramos pocos, nos pasó un dibujito de las diferentes partes del cerebro y nos fue explicando la finalidad de cada una de ellas. Terminó diciendo que mañana, otro de los veterinarios va a completar los resultados preliminares de la investigación porque, como se podrán imaginar, esto da para mucho.
Así que, actores del mundo sépanlo bien, en Tandil hay unos veterinarios dispuestos a estudiar sus locas cabecitas y explicarles por qué son tan propensos a la emoción pero ojo porque si no se portan bien, tal vez no los dejen salir del corral.