jueves

en el parque

Salimos con Pierina a dar un paseo. La niña tiene por costumbre sacarse una media y chuparla. Como estaba mojada, no se la volví a poner. Encaramos con el cochecito para el parque Rivadavia, tarde de sol pero algo fresca. No llegué a dar tres pasos que alguien me avisa: "Señora, perdió una media." "Sí. Es que se la baboseó toda y preferí sacársela." Una explicación confusa e innecesaria.
Dos pasos más, un hippie haciendo trenzas: "che, la media, la nena." Antes de que pueda responder, una señora casi a los gritos "el bebé perdió una media". Me sobresaltó. Doblé por uno de los caminitos. Parejas de adolescentes dejaban de apretar para advertirme que al pie derecho de mi hija le faltaba algo. ¿Qué esperaban que hiciera yo con esa información?¿Querían que le sacara la otra media?
Ancianos en sillas de ruedas, madres fumadoras con niños insolentes, libreros en temporada alta, paseadores de perros, piropeadores de pendejas, toda la fauna que poblaba el parque se solidarizó con el pequeño piecito de Pierina y su desnudez.
Sí, me dí cuenta, muchas gracias.
No sé otros barrios, pero Caballito no soporta la asimetría.

sábado

instantánea

Encontré una foto. Tengo once años y estoy en un crucero. Me habían invitado mis abuelos. Fue mi primer viaje.
Mucho viejo, mucho lujo, mucha trampa.
La comida era excelente. No volví a probar tantas cosas ricas. Comía jamón crudo desde el desayuno, todo el que quería. Pizza en la pileta y jugos de frutas en vasos con sombreritos. Probé por primera vez langosta. Ni hablar de los postres. Todo era exquisito.
Como la vida en un barco suele ser algo aburrido y claustrofóbico, te llenaban de actividades, la mayoría muy ridículas: tiro al plato, pruebas de talentos, karaoke. Los niños teníamos animadoras simpáticas que nos enseñaban coreografías. Había una necesidad de que todo fuera alegre y divertido. El problema era que yo ya no era tan niña.
Volviendo a la foto. Noche de carnaval. A mi abuela se le ocurrió disfrazarme de Carmen Miranda: muchos volados, mucho maquillaje y en la cabeza la canasta de frutas que te dejaban en el camarote. Para que no se cayera nada, mi abuela enhebró una por una las manzanas y bananas y me las ató en la nuca. El pelo disimulaba todo. Estaba claro que los adultos se habían ensañado. No había niño sin disfraz: mucho romano togado con sábanas, varios conejitos, algún que otro chaplin. Uno a uno nos hicieron desfilar por los salones. Aplausos. Baile. Elección del mejor disfraz.
Subimos a cubierta. Mi abuela sintió que era un momento kodak. Yo estaba adorable. La canasta me picaba. La cosa no iba a durar mucho más.
Pero en la foto en cuestión no estoy sola. Mientras mi abuela buscaba la cámara, pasó un papá-joven-con-niño disfrazado de Aladín. Tenía un turbante de color celeste o turquesa y una pluma rosa detrás de algo que brillaba. Supongo que sería brasileño, no me acuerdo, seguro que no hablaba español. El papá joven, seguramente recién divorciado, tuvo también la necesidad de perpetuar el momento de felicidad y le pidió a mi abuela si podía sacarme una foto con su hijo. Ahora éramos dos las criaturas adorables.
"Acercate un poquito más, nena, querés."
Lo que no intuyeron los grandes es lo único que puedo ver hoy de esa foto: el sultán y yo hermanados en esa absoluta incomprensión del otro.

jueves

el día que Perla voló (cont.)

Por lo general, a la tarde después de la playa, íbamos con Clarita a jugar a los fichines. Ella era buena en Wonderboy, yo era imbatible en Mrs. Pacman. Un día estaba jugando mejor que nunca y ya me faltaban cinco pastillitas para anotar mi nombre, cuando sentí que me chistaban de atrás. Me desconcentré. Perdí. Era Santiaguito Pombo, había llegado hacía tres días. Nos contó que Amalia estaba con Osi en Gessell pero que él había preferido quedarse en Pinamar con Diego y Quique.
Alto acá.
Paren.
Paren todo.
¿Escuché bien? ¿Quiere decir que él, el único, el maravilloso Enrique Apostillas estaba compartiendo verano con nosotras? ¿Dónde estaba? ¿Estaba ahí? ¿Podía llegar en cualquier momento? Se me heló la sangre. Me dio vergüenza haber salido con esa remera tan chota. Hice el gesto automático de abrazarme y taparla. La miré a Clarita y vi que estaba pálida. Creí que se iba a desmayar.
Santiaguito siguió hablando y entre otras pavadas nos contó que Enrique se había peleado con la novia. Esta vez era definitivo. Irresponsable, tiró esa información y se fue. Con Clarita tuvimos que hacer mucho esfuerzo por mantener la calma. Estábamos eufóricas. Parecíamos miembros de un club de fans.
A partir de ese momento, nuestras vacaciones cambiaron sustancialmente. Por empezar, no más cara lavada. La preparación para salir se fue complejizando y extendiendo cada vez más. Al punto de poner el despertador. No importaba si íbamos a la playa o a sacar a la perra; si queríamos salir, teníamos que estar perfectas.
Los productos y cosméticos se fueron multiplicando. El maquillaje se fue sofisticando y parecía que más que a la playa íbamos a una fiesta de quince: base, rubor, sombra, delineador, rouge, etc., etc., etc. Elegir el vestuario nos llevaba entre cuarenta y cinco minutos y una hora por persona. El papá de Clarita nos veía entretenidas y nos dejaba hacer aunque a veces se quejaba porque le copábamos el baño. Nos medíamos el jopo con una regla (¿qué quieren?, se usaba). Menos de diez centímetros era inaceptable y requería de más jabón, spray y gel. Si los de Greenpeace nos hubieran visto entrar al mar, seguro nos denunciaban como agentes contaminantes. Nosotras, felices. Como el animal que prueba carne humana, estábamos cebadas. Lo nuestro no tenía límites.
El desembarco a la playa también tuvo sus innovaciones aunque no tantas como yo hubiera querido. Acordamos poner una excusa, demorarnos y hacer que Antonio baje solo con la perra del demonio. Después llegábamos Clarita y yo, es cierto, con todos los bultos pero super producidas. Sin embargo, pasaban los días y Enrique Apostillas no aparecía. ¿Por qué no se corporizaba ahora que estábamos di-vi-nas?
Al que nos encontrábamos todo el tiempo era a Santiaguito. Un bajón. Se quejaba por todo. Que se aburría, que no había chicas lindas (¡Hello!), que Pinamar era un quemo.
Una tarde fui a hablar por teléfono a mis viejos. Como no había tenido ningún momento en que pudiera estar sola, lo estiré todo lo que pude. Además, Clarita me había pedido que comprara entradas para el cine y ahí estaba yo, flanereando por Bunge. Me sentía intrigante, independiente, enigmática.
Crucé para agarrar Las Toninas y ahí nomás lo vi venir. Jean celeste claro, chomba lila, náuticos sin medias. Caminaba hacia mí bronceado, sonriente, maravilloso.
Lo miré a los ojos.
Me miró.
Y literalmente me quedé sin piso. Así como el Coyote, persiguiendo al Correcaminos, sigue corriendo en el aire hasta que se da cuenta de que avanzó hacia el abismo y eso hace que la caída sea más violenta; así me desbarranqué yo. Fue tal la conmoción de verlo que me olvidé hasta de cómo era caminar. Los taquitos no ayudaron, las piedritas de la calle tampoco. En realidad, fue como si mis pies cobraran envión al resbalar y se elevaran, dejándome en levitación por unos segundos para luego acompañar al resto de mi cuerpo en su arremetida espectacular contra el piso. Y el final: Rocky rebotando contra la lona del ring, con los antebrazos y codos protegiendo su cara, mientras atrás mío se escuchaba el fatídico "uuuhhhh". Con tristeza corroboraba que para ponerme en vergüenza no necesitaba de una perra histérica, conmigo alcanzaba y hasta sobraba un poco.
¿Qué hacer?
Como a Schwarzenegger en Terminator se me abrió una pantalla con las posibles opciones de respuesta:
A.- El payaso. Minimizar la cosa riendo (histéricamente también se puede aunque no es aconsejable) como si la idiota que se pegó el palo fuera otra persona y no yo. Quedó descartada ante la posibilidad de raspón y sangre.
B.- El muertito. No me muevo, no hago nada. Total, mi vida social acaba de fallecer junto con todas mis esperanzas. Eso hubiera querido pero era impracticable.
C.- Princesa en problemas. ¡Tenemos un ganador!
Sentí que Enrique Apostillas se acercaba a mí. Con serenidad, levanté la cabeza y la mano hacia él como si lo invitara a bailar un minué. Me sujetó delicadamente pero con fuerza y me ayudó a incorporarme.
- ¿Estás bien? ¿Te lastimaste?
Asentí. No me salían las palabras. Sonreí. Él también.
Me di cuenta de que todavía me estaba sosteniendo la mano. Ya no hacía falta pero no quería que me soltara. Me puse un poquito incómoda. No me soltaba. Me gustaba. Nos mirábamos. Seguíamos sonriendo.
-¿Estás lejos? Te acompaño a tu casa.
-Tengo baja presión, siempre me desmayo.
- ...
- Bueno, son un par de cuadras, hasta De las Artes.
-¿Viniste con tu familia?
-No, con Clarita.
-Clarita, Clarita. Son muy amigas ustedes, ¿no?
-Sí.
Caminábamos sin mirar demasiado por dónde íbamos. Nos reíamos de cosas tontas, de los nombres de las calles, de Santiaguito Pombo y sus gustos musicales. Sonreía de costado y yo me intimidaba. Era tan extraño sentir sus pasos a mi lado, irradiaba como un calor que me hacía cosquillitas. Tal vez fuera el golpe, no lo sé.
-Llegamos.
-¿Nos vemos?
-Esta noche vamos al cine con Clarita. Vení, si querés.
Se acercó para darme un beso y me puse toda colorada. Subí corriendo las escaleras de la entrada. Esas eran las mejores vacaciones de mi vida.

queremos tanto a gecko

Fueron apenas unos días que elcircuito no anduvo pero para mí fueron de terror. Primero descubrir que hay una falla.
- Che, no puedo entrar al blog.
La incertidumbre.
- Seguro que te lo hackearon.
- ¿Quién? (Con lágrimas en los ojos) ¿Quién se tomaría tanto trabajo? (Llorando a mares) ¿Puede haber tanta maldad en el mundo? (Entrando en pánico) No guardé nada de lo que escribí hasta ahora. (Golpeándome el pecho) ¿Por quéééé?
- Seguro fue Juan Darío porque esa chica Julieta lo bardeó mal.
- (Levantando la vista) ¿Te parece?
- No, tontita. ¿Estuviste tocando algo de la plantilla?
- ¿Yo?
Por suerte, siempre hay un amigo que sabe lo que hace. Gracias, Gecko. Arreglaste el cortocircuito y me salvaste del melodrama.

el día que Perla voló (cont. de la cont.)

Acá me advierten que más vale que esté bueno lo de la perra voladora porque esto ya se está extendiendo demasiado y todavía no conté nada. Bueno, la cosa fue más o menos así. Era la primera vez que me iba de vacaciones con Clarita y pensé, me juré y después no cumplí, que iba a ser la última.
Salimos el primero de enero para disfrutar de toda la quincena en Pinamar sin escamotearle nada a las vacaciones. En el asiento de adelante iban Antonio, el padre de Clarita y Clarita, mi amiga del colegio. En el asiento de atrás íbamos María, o sea yo, y Perla, la perra más fea y mala del mundo. Que iba en el asiento es un decir porque ni bien la subieron al auto empezó a aullar y a correr desesperada. Se golpeaba la cabeza contra la luneta trasera y volvía, arañaba el tapizado con las uñas, se caía y mordisqueaba la alfombrita, gruñía y empezaba otra vez contra la ventanilla. Yo me había acostado muy tarde la noche anterior, no estaba con ánimos de soportar semejante tortura. Empecé a fantasear con que en uno de los golpes se hiciera un daño cerebral irreversible y quedara en coma. Eso no pasó.
Saltaba, se retorcía, olisqueaba mi mochila y hasta amagó con pillarla. Ahí me puse firme y le pegué una patada corta pero contundente en el morro. No se volvió a meter con mis cosas. Quiero aclarar que ese viaje no fue en un auto moderno y por autopista donde estás en Pinamar al toque. Era la vieja ruta 2 en una batata que se recalentaba y había que parar a cada rato. El viaje duró una eternidad o más. Yo ya estaba aturdida y de mal humor antes de pasar por el parque Pereira Iraola. Hacía un calor insoportable, el aire acondicionado era un invento del futuro y lo peor de todo es que no me dejaban bajar la ventanilla por miedo a que, escuchen bien, Perlita se cayera.
Usando el final de amabilidad que me quedaba pregunté porqué no habían dopado al Critter. Antonio me contestó que sin un sedante no la hubieran podido meter en el auto, que tuvieron viajes peores. Lo odié, odié mi vida, pero sobre todo odié a esa perra horrible y los efectos paradojales de los tranquilizantes. Cuando tuve oportunidad, de bronca, le dí otra patadita. Ella me mordisqueó el talón.
Bastó que llegáramos a Pinamar para que la perra se quedara planchada. Clarita la subió como un bebé en brazos al departamento y yo tuve que lidiar con todos los bolsos. Era una mudanza y a mí me tocó hacerla. El papá de Clarita había tenido un accidente cerebro-vascular que le dificultaba un poco la dicción y la movilidad de la parte derecha del cuerpo. Los labios gruesos se le habían torcido levemente, cuando hablaba masticaba las palabras antes de escupirlas. Tenía una voz ronca, de fumador de puros, y un abdomen abultado pero firme como si se hubiera escondido una pelota de básquet debajo de la remera. También me llamaba la atención su pelo blanco, finito y rebelde que se erizaba por sobre la herradura de su pelada. Al caminar, anteponía la mano enferma y eso le daba un aspecto levemente simiesco.
Hice por lo menos cuatro viajes hasta el ascensor para terminar de vaciar el auto de las porquerías que habían llevado. Antonio me daba indicaciones. Esas vacaciones habían empezado para atrás.
Se estaba haciendo de noche. Yo quería pegarme un baño y salir a dar una vuelta. En cambio, me encontré con que tenía que ayudar a Clarita a limpiar el departamento. Vacío hacía un año, tenía olor a humedad, arena e insectos de todo tipo.
No sólo me mandaron a repasar la cocina sino que además me tuve que aguantar las cargadas de Clarita. La muy turra me gastaba por cómo limpiaba la heladera. Respiré hondo tres veces antes de mandarla a la mierda. ¿Qué tiene? En casa siempre hubo mucama, pensé y como un rosario se me aparecieron los nombres: la Señora Bernarda, Manuela, Nélida (que nos corría con la dentadura postiza), Irene, Luisa y Poquita vida. Y se lo dije: En mi casa siempre hubo mucama, nena. Como me seguía gastando, le apunté con el trapo rejilla a la cara. Fallé. Me devolvió la gentileza pero ella sí acertó el tiro. Me dio de lleno en el pecho. Eso le dió más risa. Yo también me reí.
Para cuando estábamos terminando, la perra se despertó hecha una furia. Había que sacarla a pasear. Salir por el centro de Pinamar acompañada por la perra endemoniada y el papá de Clarita (que ya se había calzado las bermudas y el gorrito de piluso) era una jugada temeraria. Saltar de un piso trece no me hubiera dado tanto vértigo como la perspectiva que se me ofrecía: la completa aniquilación de toda vida social por el resto de las vacaciones. Tenía terror de encontrarme con alguien conocido y más terror aun de que los chicos lindos que esperaba conocer se alejaran para siempre al vernos del brazo de Krusty el payaso paseando a Cujo. Mis hormonas estaban en ebullición, era verano, necesitaba interactuar con chicos.
Resignación y helado en Freddo.
A la mañana siguiente, la voz cascada de Antonio, levemente grosera y cavernosa, nos instó a preparar los sanguchitos para ir a la playa. La cuestión de la comida se decidió ese día y para siempre: al mediodía cada uno tendría su ración de dos sanguchitos de pan lactal cortados en triangulitos, fiambre, lechuga, tomate y mayonesa. A la noche, cocinaría Clarita. Esa rutina fue inconmovible, las variaciones no estaban previstas en ese universo. Eso me resultaba super irritante.
Primero estacionar el auto, desplegar los cartones en el parabrisas para protegerlo del sol, abrir el baúl del auto y nuevamente la mudanza. Para disfrutar de un día de playa habían traído: la lunchera azul francia con la comida y un termo con jugo; el bolso rojo que Clarita usaba en el colegio cargado de libros, pantalla solar, sombrero, pareo, crucigramas, ojotas; dos reposeras plegables; sombrilla a lunares amarillos; palita; radio portátil y por supuesto, Perla ladrando.
Imposible no vernos bajar a la playa. Antonio, rengueando, escondía su pelada debajo de su sombrerito blanco, las bermudas calzadas a la cintura bordeaban todo el perímetro de su panza para bailar, libres, hasta la rodilla. Completaban el equipo las medias con sandalias franciscanas. Clarita tenía terror a broncearse y por eso bajaba completamente vestida a la playa: zapatillas, medias, jogging, remera larga y visera. Sólo cuando se metía al mar se quedaba en malla. Yo los seguía algunos pasos atrás. Elegían el lugar y dejaban las cosas desparramadas en la arena.
Antonio primero prendía la radio y después se arrodillaba y empezaba con la palita a hacer un pozo para clavar la sombrilla. La gente nos miraba, a veces se reía. La perra corría en círculos por donde estábamos nosotros y no paraba de gritarle a los que pasaban caminando. ¿Cómo mantener un perfil bajo y cierta dignidad con semejante cuadro?
Cuando, al otro día, ví aparecer a Antonio con el medio-mundo para pescar cornalitos en el muelle, tuve una revelación: ésas iban a ser las peores vacaciones de mi vida.