Me da algo de pudor reconocerlo pero hay veces en que creo que le tengo miedo a todo. A las arañas, a los insectos, a los espacios abiertos, a los ascensores, a los sapos, grillos y gatas peludas, a los cambios, a las alturas, a la rutina, a manejar en el centro, al desamor, al cansancio, a la oscuridad, el deterioro físico, al dolor, a los títeres, a la incomunicación, al ridículo, a la muerte. La propia, la de seres queridos, la de conocidos y hasta la de sus mascotas pueden sacarme el sueño.
A pesar de tener esta tendencia tan arraigada, viví todo mi embarazo con felicidad y despreocupación. Cada vómito, cada ecografía, cada patadita eran un nuevo motivo de alegría. Hasta que, cuando faltaban alrededor de tres meses para que naciera mi hija, la obstetra nos mandó a hacer el curso de pre parto. Fue abrir la caja de Pandora.
Nos anotamos. Las clases empezaban un martes. Llegamos a un salón enorme con colchonetas donde se iban ubicando las embarazadas y sus acompañantes. Todos muy cariñosos y sonrientes. Las futuras mamás acariciaban sus panzas y usaban a sus parejas como almohadones. Nunca había visto a tantas embarazadas juntas. Me impresionó el tamaño de algunas de esas panzas.
La jefa de parteras se presentó y empezó a explicar el camino del bebé desde su concepción hasta el momento de nacer. Hablaba parsimoniosamente y se ayudaba con un títere, de esos que son bebés que mueven los bracitos como los que venden por la calle Florida. Mi marido se empezó a impacientar. Yo ya lo había abarrotado con bibliografía y páginas de Internet con ese tipo de información. La cosa era por lo menos redundante. Tengo que reconocer que el curso de pre parto no era lo que yo había imaginado. Esperaba que fuera como en las películas donde el padre abraza a la mujer y juntos inspiran y resoplan hasta hiperventilarse. Mi marido dio algunas muestras de cansancio. Yo me empecé a impacientar de su impaciencia. La cosa se extendía pero no se resolvía. A la salida le recriminé tanta intolerancia. Terminó en pelea. Que sí, que no, que yo acá no vuelvo más. Me angustié.
Me imaginé volviendo al curso, que ya a esa altura era la versión 2005 del Arca de Noé y tener que jugarla de ameba. Me sentí sola y tuve miedo.
Entonces doblé la apuesta. Una de las chicas me había recomendado otro grupo para embarazadas y así terminé yendo no sólo a uno sino a todo curso de pre parto del que tuviera noticia. Saltaba de una charla a otra, de una sesión de gimnasia a otra y comparaba información. Hasta hice una visita guiada a la maternidad. Coleccionaba muestras gratis con voracidad de adicta. Hice un casting de posibles pediatras. Probé la gimnasia, el yoga, la eutonía para embarazadas. Iba a natación tres veces por semana. Pero nada me saciaba.
En esos cursos me encontré con todo un abanico de respuestas posibles. Entre mis compañeras estaba la que te apabullaba con su seguridad: tenía todo resuelto, agregaba comentarios a lo que decía la partera, estaba al tanto de las novedades e innovaciones en materia de pañales, ropa de bebés, cremas y bancos de células madre. Estaba también la que ya iba por el cuarto hijo pero que, cuaderno en mano, anotaba frenéticamente todo lo que se decía como si lo escuchara por primera vez. Estaban las militantes que fruncían la boca cada vez que hablaban de “médicos” o “cesárea”. Y hasta una chica de un país nórdico (nunca supe cuál) que apenas hablaba el español pero que estaba muy interesada por las técnicas nativas de parir un hijo.
Con el correr de las clases, noté que el grupo se iba reduciendo. Semana a semana, las embarazadas que habían empezado conmigo, repentinamente, dejaban de venir. Al principio del encuentro, la partera en jefe nos hacía el relato de “la baja”: Fulana tuvo el viernes, un varón. Después bajaba un poco la voz y moviendo la cabeza agregaba: cesárea.
Yo no le tenía miedo al parto en sí. No tenía una imagen negativa del acto de dar a luz, contaba con la Peridural por el tema del dolor y ni pensaba siquiera que pudiera haber complicaciones. ¿Qué era, entonces, lo que me producía tanto miedo?
Un jueves a la tarde las contracciones se hicieron más seguidas y más intensas. Me internaron. Estaba naciendo mi hija. Y fue clarísimo para mí que nada de lo que había hecho durante los últimos meses me había preparado para lo que me estaba sucediendo en el cuerpo en ese momento. Pero cumplió la función de tenerme bien ocupada durante la espera. Fue un tiempo que quedó entre paréntesis, donde lo importante era lo que estaba por venir. Por el contrario, en el parto, todo era presente y yo no podía, ni quería, evadirme de ahí. Para que naciera mi hija había que pujar. La partera, parada en un banquito porque era muy petisa, me empujaba la panza en cada contracción. A mi lado, acompañándome, dándome fuerza, estaba mi marido. Una vez más, me enamoré de él.
Otras muchas veces volví a sentir miedo pero cada vez que estuve en situaciones que no supe cómo afrontar, me pude decir a tiempo: “dale nena, cortala con el miedo, que vos pariste una hija”.
A pesar de tener esta tendencia tan arraigada, viví todo mi embarazo con felicidad y despreocupación. Cada vómito, cada ecografía, cada patadita eran un nuevo motivo de alegría. Hasta que, cuando faltaban alrededor de tres meses para que naciera mi hija, la obstetra nos mandó a hacer el curso de pre parto. Fue abrir la caja de Pandora.
Nos anotamos. Las clases empezaban un martes. Llegamos a un salón enorme con colchonetas donde se iban ubicando las embarazadas y sus acompañantes. Todos muy cariñosos y sonrientes. Las futuras mamás acariciaban sus panzas y usaban a sus parejas como almohadones. Nunca había visto a tantas embarazadas juntas. Me impresionó el tamaño de algunas de esas panzas.
La jefa de parteras se presentó y empezó a explicar el camino del bebé desde su concepción hasta el momento de nacer. Hablaba parsimoniosamente y se ayudaba con un títere, de esos que son bebés que mueven los bracitos como los que venden por la calle Florida. Mi marido se empezó a impacientar. Yo ya lo había abarrotado con bibliografía y páginas de Internet con ese tipo de información. La cosa era por lo menos redundante. Tengo que reconocer que el curso de pre parto no era lo que yo había imaginado. Esperaba que fuera como en las películas donde el padre abraza a la mujer y juntos inspiran y resoplan hasta hiperventilarse. Mi marido dio algunas muestras de cansancio. Yo me empecé a impacientar de su impaciencia. La cosa se extendía pero no se resolvía. A la salida le recriminé tanta intolerancia. Terminó en pelea. Que sí, que no, que yo acá no vuelvo más. Me angustié.
Me imaginé volviendo al curso, que ya a esa altura era la versión 2005 del Arca de Noé y tener que jugarla de ameba. Me sentí sola y tuve miedo.
Entonces doblé la apuesta. Una de las chicas me había recomendado otro grupo para embarazadas y así terminé yendo no sólo a uno sino a todo curso de pre parto del que tuviera noticia. Saltaba de una charla a otra, de una sesión de gimnasia a otra y comparaba información. Hasta hice una visita guiada a la maternidad. Coleccionaba muestras gratis con voracidad de adicta. Hice un casting de posibles pediatras. Probé la gimnasia, el yoga, la eutonía para embarazadas. Iba a natación tres veces por semana. Pero nada me saciaba.
En esos cursos me encontré con todo un abanico de respuestas posibles. Entre mis compañeras estaba la que te apabullaba con su seguridad: tenía todo resuelto, agregaba comentarios a lo que decía la partera, estaba al tanto de las novedades e innovaciones en materia de pañales, ropa de bebés, cremas y bancos de células madre. Estaba también la que ya iba por el cuarto hijo pero que, cuaderno en mano, anotaba frenéticamente todo lo que se decía como si lo escuchara por primera vez. Estaban las militantes que fruncían la boca cada vez que hablaban de “médicos” o “cesárea”. Y hasta una chica de un país nórdico (nunca supe cuál) que apenas hablaba el español pero que estaba muy interesada por las técnicas nativas de parir un hijo.
Con el correr de las clases, noté que el grupo se iba reduciendo. Semana a semana, las embarazadas que habían empezado conmigo, repentinamente, dejaban de venir. Al principio del encuentro, la partera en jefe nos hacía el relato de “la baja”: Fulana tuvo el viernes, un varón. Después bajaba un poco la voz y moviendo la cabeza agregaba: cesárea.
Yo no le tenía miedo al parto en sí. No tenía una imagen negativa del acto de dar a luz, contaba con la Peridural por el tema del dolor y ni pensaba siquiera que pudiera haber complicaciones. ¿Qué era, entonces, lo que me producía tanto miedo?
Un jueves a la tarde las contracciones se hicieron más seguidas y más intensas. Me internaron. Estaba naciendo mi hija. Y fue clarísimo para mí que nada de lo que había hecho durante los últimos meses me había preparado para lo que me estaba sucediendo en el cuerpo en ese momento. Pero cumplió la función de tenerme bien ocupada durante la espera. Fue un tiempo que quedó entre paréntesis, donde lo importante era lo que estaba por venir. Por el contrario, en el parto, todo era presente y yo no podía, ni quería, evadirme de ahí. Para que naciera mi hija había que pujar. La partera, parada en un banquito porque era muy petisa, me empujaba la panza en cada contracción. A mi lado, acompañándome, dándome fuerza, estaba mi marido. Una vez más, me enamoré de él.
Otras muchas veces volví a sentir miedo pero cada vez que estuve en situaciones que no supe cómo afrontar, me pude decir a tiempo: “dale nena, cortala con el miedo, que vos pariste una hija”.
(Publicado en el número de diciembre de La mujer de mi vida)
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