sábado

acá va la crónica de la defensa de la tesis

Ustedes lo pidieron, acá va la crónica. Viernes a las tres de la tarde. Afuera, el diluvio universal. Yo estaba bastante nerviosa. Me había peinado por horas con el secador y productitos, algo inútil absolutamente porque ni bien salí del baño tenía tanto frizz que parecía que un cordero dormía la siesta en mi cabeza. Llegué empapada de pies a cabeza y me econtré con que todavía no había nadie. Después aparecieron los jurados, mis amigos y mi mamá. Me dejaron el escritorio y leí con voz medio ñoña el texto que pongo al final. Estaba nerviosa. Sólo podía pensar en que no se notara que se me movía un dedo. Después vinieron las preguntas. Todo muy polite, muy amigable. Es bárbaro cuando te dicen cosas lindas sobre tu trabajo. Yo, agrandada. Después se reunieron para deliberar. Y al rato, el veredicto. La situación no dejaba de tener algo de ridículo, casi como si de verdad les importara todo eso. Me recomendaron la publicación. (By the way, ¿saben de una editorial amiga que pueda interesarse en una tesis de maestría sobre dramaturgos en la década del noventa?, la casa de altos estudios no se responsabiliza por sus recomendaciones) Después, saludos y besos y agradecimientos y nos fuimos con mi corderito a tomar algo por ahí.
Defensa de la Tesis de Maestría en Sociología de la Cultura
El lugar de la disolución. Lo joven y la tradición en el primer Caraja-ji

Antes de empezar quiero agradecer a los presentes el estar hoy aquí, a Cecilia Hidalgo su labor como tutora (con alegría y soltura siempre tuvo palabras de aliento para mí), a los jurados por haber aceptado constituirse como tales, sin duda un honor para mí, y por supuesto a mi marido que me bancó en todos y cada uno de los vaivenes de la realización de esta tesis.
No todos me conocen, voy a empezar presentándome. Mi carrera de grado fue la licenciatura en Letras, aunque siempre me interesaron los desafíos que traía el teatro como campo de investigación. Diciembre del 2001 no resultó ser el mejor momento para terminar la carrera, por lo menos no fue uno demasiado alentador. Mucha indeterminación. Sin embargo, fue precisamente en ese tiempo que me convocó la dirección del teatro Payró con la propuesta de escribir un libro conmemorativo de sus cincuenta años. La editorial EMECÉ publicó en el 2003 el resultado de esa, mi primera investigación. Aprendí mucho con esa experiencia: aprendí a trabajar con materiales provenientes de diferentes campos y también aprendí a que podía y quería escribir.
A la hora de pensar una maestría, me decidí por Sociología de la Cultura. Me interesaba la perspectiva interdisciplinaria que proponía. Los seminarios que más afines me resultaron fueron los tendientes a pensar objetos y prácticas culturales, a delimitar casos y a encontrar la relevancia de los mismos en su contexto. Pude profundizar algunas lecturas, incorporar otras nuevas, corroborar ciertos recelos con respecto a la teoría y explorar terrenos hasta entonces desconocidos para mí. Escribí monografías sobre temas y autores tan diversos como: el tarot, lecturas de El Matadero de Esteban Echeverría, una argumentación a favor de Carlo Ginzburg (como si eso fuera necesario), la tragedia de Cromagnón, Benjamin, etc., etc., etc. Promediando el segundo año de cursada, ya estuve más encaminada en cuanto a cuál sería mi tema de tesis. Iba a escribir sobre el Caraja-ji.
Desde el vamos me interesó la posibilidad de trabajar sobre un caso tan particular que me permitía una doble articulación: por un lado podía dar cuenta de un momento específico, puntual e irrepetible (situarme en un año casi como en un escenario para analizar las tensiones que allí se estaban desarrollando) y al mismo tiempo, podía ensayar una forma novedosa de leer textos dramáticos.

La tesis

Lo primero fue situarme en una coordenada bien precisa: el panorama teatral de Buenos Aires en 1996. Mi tarea se centraba en indagar las características y complejidades de uno de los grupos de dramaturgos, a mi entender, más interesantes surgidos en la década del ‘90: el Caraja-ji. Mi fuente principal consistió en buscar y entrevistar a sus ocho ex-integrantes: Carmen Arrieta, Alejandro Tantanián, Rafael Spregelburd, Alejandro Robino, Javier Daulte, Alejandro Zingman, Jorge Leyes e Ignacio Apolo. No siempre fue sencillo ubicarlos. Si bien todos continuaron ligados al teatro y la dramaturgia, los recorridos personales fueron bastante dispares. También recopilé lo escrito y publicado tanto en la prensa del momento como en revistas especializadas. Discutir las lecturas que se han hecho del grupo y su producción se convirtió para mí en un gran desafío. Por ejemplo, rastrear cómo se leyó algo tan magmático e inesperado como fue la irrupción de estos dramaturgos en ese preciso momento. En mi investigación traté de responder a las preguntas: ¿Cómo ingresaron los Caraja-ji al circuito teatral? ¿Cómo fue el pasaje de “joven dramaturgo” a autores consagrados? ¿Qué le aportaron estos escritores a la dramaturgia de los años noventa? No es vano repetir la importancia que tuvo el surgimiento de este grupo para la vitalidad del campo teatral porteño.
El otro gran desafío de mi investigación tenía que ver con las obras del Caraja-ji. ¿Cómo leer los textos que produjeron? Las publicaciones del grupo fueron mi fuente principal. Mi punto de partida fue la observación de que todos los textos del Caraja-ji abrevaban en discursos distintos a la tradición teatral que los precedía. Es por eso que se podían establecer referencias intertextuales con el cine, la televisión y géneros como el policial, el bildungsroman, la novela de aventuras o el rock. De esta manera, me propuse leer las obras desde una perspectiva más amplia, dejando de lado las explicaciones teóricas y metodológicas más tradicionales de la crítica teatral en Buenos Aires. Las referencias se fueron ampliando a otros géneros y soportes, fui acumulando citas a películas, novelas, canciones, etc. Algunas relaciones intertextuales parecían tan obvias como innegables, otras se desprendían de asociaciones más osadas pero siempre buscando alguna apoyatura en lo textual que las justificara.

La historia: Qué fue Caraja-ji

La cita había sido pautada para un martes por la mañana. Estaba terminando el mes de marzo de 1995. Los dramaturgos convocados por el teatro San Martín –la mayoría no se conocían ni de nombre– fueron llegando de a poco. Se reunieron en el hall de la sala Martín Coronado del teatro San Martín donde Roberto Cossa y Bernardo Carey comenzaron a explicar qué se esperaba de ellos. Nadie tenía demasiado en claro cómo se había hecho la selección ni por qué los habían convocado.
Carmen Arrieta, Ignacio Apolo y Alejandro Tantanián habían sido compañeros en la entonces flamante carrera de Dramaturgia de la Escuela Municipal de Arte Dramático y por lo tanto habían sido alumnos de Roberto Perinelli y de Mauricio Kartun. También Rafael Spregelburd había asistido al taller de Kartun algunos años antes.
A otros, el contacto les llegó a través de Roberto Cossa que había coordinado una experiencia de taller anterior. Fue el caso de Alejandro Robino y de Alejandro Zingman.
Este último y Jorge Leyes eran, además, egresados de la carrera de Actuación de EMAD donde habían participado de un taller de dramaturgia también con Kartun. Por último, Javier Daulte formaba parte de la dirección del teatro Payró y había estudiado dramaturgia con Ricardo Monti. Muchos de ellos habían recibido algún que otro premio y habían estrenado (o estaban en trance de hacerlo) alguna obra. Mauricio Kartun recuerda que: “Yo no tuve decisión en esta elección, pero te diría que eran nombres cantados.”
La institución que convocaba, el entonces Teatro Municipal General San Martín, no estaba en su mejor momento. Venía haciéndole frente a los embates de una grave crisis presupuestaria. Juan Carlos Gené había llegado a la dirección del teatro San Martín con un amplio apoyo inicial producto de su larga y reconocida trayectoria. Sin embargo, su gestión estuvo signada por los conflictos. Gené se había propuesto seguir el modelo de los grandes teatros dirigidos por “directores de prestigio artístico”, o sea imprimirle algo más que su sello personal y profesional a la programación. Sin embargo, esta actitud “personalista” fue rápidamente cuestionada en el ambiente. Sostener y consolidar el trabajo de Perinelli en la dirección de la Comedia Juvenil fue uno de los objetivos que el flamante director se había propuesto con más ahínco. Algo que se volvería un arma de doble filo porque desató uno de los conflictos más violentos por los que tuvo que atravesar la administración de Gené. El razonamiento fue más o menos así: si los actores jóvenes tienen problemas para interpretar papeles “adultos”, una forma de solucionarlo sería convocar a dramaturgos jóvenes a que escriban obras afines en temática y estética.

Un taller de dramaturgia

Esa soleada mañana de marzo, Roberto Cossa y Bernardo Carey explicaron a los convocados las premisas del taller. Comenzarían a reunirse en abril y deberían entregar las obras terminadas en octubre de ese mismo año. El teatro no se comprometía a producir esas obras. Algo que instalaba un matiz velado de “competencia” entre los participantes. Daulte afirma que “todas las demás premisas eran aceptables, eran casi del sentido común. Un grupo para trabajar, tratar de redactar obras para una cantidad importante de personajes. Es lo único que tienen en común las obras de ese período.” Pero devino el conflicto.
Mauricio Kartun entiende que hubo un error básico en la convocatoria que hizo eclosión ni bien comenzó a funcionar el taller: “El malentendido trágico –en el sentido literal, porque no tenía solución– era que las obras que se iban a generar no se correspondían con las necesidades de ese medio. Se seguía pensando: “El San Martín necesita obras que...” y acá va toda la lista de lo que, en aquel momento y ahora, reclaman las estéticas oficiales. Esa fue la gran crisis, el teatro que ellos producían no se correspondía con los modelos del teatro San Martín.”
Demás está decir que la relación entre los convocados y los coordinadores fue tensa desde el comienzo. Había un profundo desacuerdo ideológico y estético. Y ni bien comenzaron a trabajar ambos se hicieron patentes. Por ejemplo, Rafael Spregelburd recuerda que: “Cuando preguntamos ingenuamente qué es una obra joven, que era el trabajo que teníamos que hacer, nos respondieron “una obra joven es una obra cuyos personajes son jóvenes”. Errores que tienen que ver con malas interpretaciones de cuestiones técnicas. Incluso, hasta el punto tal que creíamos estar hablando de lo mismo y no. No se podía empezar a hablar.”
Uno de los mayores problemas del taller, según sus participantes, fue el ruido que hacía la distancia generacional para la comunicación con los coordinadores. Por ejemplo, Jorge Leyes recuerda que: “No en vano los conflictos estallaban en las voces de Tito Cossa que era el mayor y de Rafael que era el menor. Los otros permanecíamos un poco en silencio pero rara vez alguien no estaba de acuerdo con lo que proponía Rafael. Él estaba en sintonía con lo que uno estaba pensando. Lo que pasa es que se brotaba antes.”
Sin duda, una de las grandes cuestiones era que los talleristas no compartían con los coordinadores una serie de presupuestos básicos y puntos de partida que estos expresaban en fórmulas y pasos a seguir. Según Javier Daulte: “Había diferencias artísticas, había diferencias discursivas, había diferencias con los coordinadores, se planteaban leyes dramatúrgicas con las que nosotros no estábamos de acuerdo y nosotros tendíamos a aplaudir y aceptar el riesgo en materiales que eran muy diferentes entre sí.” Y así surgió algo imprevisto: descubrieron la mirada de un par. Alejandro Tantanián lo explica así: “Si bien eran materiales absolutamente divergentes. Somos muy diferentes como autores, ya lo éramos en aquella época, pero teníamos una cosa de mucha defensa de la otra voz. Yo creo que lo que los mareaba era que no había una cohesión en el discurso. Nosotros podíamos defender una cosa que no nos era afín. Eso era muy raro para ellos.”
Había una gran diferencia de temas y de estilos en los materiales a trabajar: el recuerdo de un grupo de amigos de la secundaria, las vicisitudes de la resistencia checa en el nazismo, tres hermanas y sus juegos macabros, las disyuntivas de jóvenes revolucionarios, un caso policial cordobés, un milagro en un lavadero, cementerios en llamas y unas chicas de Barrio Norte ansiosas por salir a bailar. Así como también la cantidad y variedad de procedimientos para contar estas historias: aceleración del tiempo, recursividad, repetición y otros tantos recursos que rompen la ilusión realista.
A los dos meses de sostener el trabajo con dificultades y alto grado de conflicto, desde la dirección del teatro se pide leer los materiales. Fue algo imprevisto porque no respetaba los tiempos ni las posibilidades reales de evaluación. Objetivamente, los materiales no estaban terminados. Y al martes siguiente, la devolución. La decisión de la dirección del teatro fue terminante: disolver el taller. Alejandro Robino lo cuenta así: “En junio, a los pocos meses nos dicen que tenemos que mostrar lo que estamos haciendo. Nosotros dijimos: “es como tener camisa, corbata y calzoncillos”. “No se preocupen –nos dijeron­– simplemente es para saber cómo es la tarea.” Mostramos lo que habíamos hecho. Nos echaron.”
Tan sencillo como esto: Los materiales no resultaban acordes a lo que el teatro San Martín estaba buscando. Según la dirección, los textos carecían de “humor, pasión y ternura”, tres aspectos que resumirían la norma estética propuesta por la dirección del teatro San Martín. La descalificación institucional sobre algo tan magmático como es el proceso de escritura de una obra resultó una carga pesada y difícil de manejar. No sabían muy bien qué hacer. El San Martín que los había reunido, ahora los expulsaba. Se cerraba una puerta.
La primera cuestión resultó, entonces, en la decisión de terminar el trabajo. Javier Daulte ofreció el marco del teatro Payró como espacio físico para los encuentros. El dónde estaba resuelto pero surgió la pregunta por el cómo, ¿quién los coordinaría? Daulte recuerda que: “Empezamos a pensar nombres que nos interesaban a todos. Kartun, Monti, Gambaro, Pavlovsky. Nos costó mucho decir ¿y si lo hacemos sin coordinación? Eso era muy osado.” Resultaba muy novedoso que estos ocho dramaturgos pudieran prescindir de un “otro” superior y funcionar como taller entre pares, generando y sosteniendo lazos horizontales.
Junto con el objetivo de terminar las obras surgió la posibilidad de publicarlas. El Centro Cultural Ricardo Rojas, dirigido en aquel entonces por Darío Lopérfido, tomó conocimiento de lo ocurrido en el teatro San Martín y les propuso editar las obras. Rafael Spregelburd es muy crítico frente al lugar en que quedaron a partir de lo sucedido: “Nosotros empezábamos a tener sentido como bloque en tanto rechazados y era un lugar bastante flaco. Si bastante mal está el teatro oficial, pues menudo favor te hacen en decir “éste es aquel al que el teatro oficial rechaza”. Y qué venís a ser, ¿el rey de la marginalidad?”
Sin duda, desde que el hecho cobró dominio público, algo de eso sucedió. A partir de entonces encontramos grandes exageraciones e interpretaciones desmedidas tratando de leer las implicancias de una convocatoria fallida.

Nace el Caraja-ji

Durante meses siguieron reuniéndose en el Payró. A principios de 1996, las obras estaban casi terminadas y se aproximaba la perspectiva de publicación. Era hora de darse a conocer, tenían que buscar un nombre. ¿Qué mejor manera de dejar en claro aquello que eran? Esa suma de individualidades, el grupo era la suma de sus partes. Desde el nombre se propusieron señalar las diferencias. Con el libro publicado había nacido el Caraja-ji.
El surgimiento público del Caraja-ji desencadenó todo tipo de simplificaciones y exageraciones. La mayoría de los integrantes recuerda lo incómodo que les resultaba el lugar en que los ubicaban. Es cierto que fueron una novedad absoluta para la prensa y la crítica: ocho autores teatrales jóvenes, talentosos y aguerridos irrumpiendo juntos en la escena cuando parecía que la figura del dramaturgo era algo tan extinto como los dinosaurios. Ayudaba también el perfil combativo y de niños terribles que habían desarrollado a partir de la misma experiencia de expulsión del teatro San Martín.
Aunque en diferente grado y magnitud, el paso por el Caraja-ji fue una experiencia transformadora para todos sus integrantes. En los dos años que duró el taller, muchos de ellos recibieron premios, alcanzaron cierto grado de consagración en la escena local y hasta tuvieron una proyección internacional. Aunque la decisión de disolver el taller fue acordada y celebrada por todos los integrantes, sin embargo, años después algunos de ellos volvieron a trabajar juntos.
El Caraja-ji, mal que les pese, ocupó un lugar incómodo, singular e ineludible. Además, no fue algo tan improvisado como pretendían hacernos creer. Como grupo, tuvieron una clara estrategia hacia adentro y otra hacia afuera. Hacia afuera, se instalaron en el concepto de la “disolución”, marca de la época con la caída de las ideologías y los embates de la posmodernidad pero también habilidad para lidiar con los encasillamientos apresurados de la prensa y la crítica ante algo que se presentaba tan novedoso como sin precedentes. Hacia adentro, lograron sostener durante el tiempo que duró el taller un espacio horizontal de compromiso y trabajo que generó lazos y vínculos que trascendieron al grupo.

Algunas conclusiones

Al comenzar mi investigación me proponía indagar sobre tres aspectos en particular: reconstruir la historia del grupo Caraja-ji; describir las peculiaridades de la conformación del campo teatral en la década del ’90; y proponer una lectura de las obras producidas por el grupo a partir de instalarlas en nuevas series.
El gran desafío crítico para mí resultó de contextualizar un producto estético en un lugar y tiempo determinados: el conjunto de obras del Caraja-ji en la Buenos Aires de la década del noventa. Debía encontrar una forma que me permitiera leerlos y otorgarles un justo valor. Por eso, tan importante como contar la historia, que en algún punto me parecía anecdótica, me resultó el trabajo con los textos producidos en ese marco. Para el análisis de las obras me propuse, entre otras cosas, dar cuenta de cómo todos y cada uno de los dramaturgos del Caraja-ji reflexionaron sobre el motivo de “lo joven”. Se los ubicó como “niños terribles”, se los catalogó como “jóvenes escritores” y sin duda estas categorías estuvieron presentes en las obras y dejaron sus marcas. Ya sea como relato de iniciación, como resignificación del parricidio, como pregunta existencial, como disidencia, como algo imposible, como regeneración, como salida al mundo o como consumo: Lo joven da cohesión a este primer grupo de obras y permite leerlas en consonancia.
El otro aspecto que me interesaba registrar era cómo los Caraja-ji leyeron los años ‘90 y aquí encontré relecturas del teatro político, la tematización de las consecuencias de la apatía y falta de compromiso en la política, la catástrofe como escenario, la expulsión y el exilio como única salida.
Esto último es particularmente interesante, dado que se suele catalogar la producción de estos autores como totalmente ajena a la actualidad que las contiene.
Pasaron más de diez años desde que el teatro San Martín lanzara su convocatoria, sin embargo el Caraja-ji sigue, aun hoy, generando sentido y equívocos por igual. Parece imposible referirse a cualquiera de sus integrantes y no aclarar su paso por el grupo. Se habla mucho del Caraja-ji, se lo cita como referencia obligada para pensar la dramaturgia argentina en la década del ’90 aunque muchas veces cabe sospechar que no se sabe a ciencia cierta en qué consistió realmente. Espero con este trabajo enmendar esa falta. Traté de dar cuenta de la singularidad del caso. Una época que no era especialmente proclive a las formaciones grupales, una época donde las instituciones se desestabilizaron y dejaron de funcionar como históricamente lo habían hecho dio lugar a algo tan raro como un grupo de dramaturgos. Más extraño aun, si pensamos que el escritor es por definición un ser solitario.
Considero que la importancia del Caraja-ji radica en haberle dado visibilidad a un fenómeno que lentamente se venía desarrollando en el teatro porteño. En los años del menemismo, el país estaba cambiando y el campo teatral no era ajeno a ello. En el período que comienza con la vuelta a la democracia y la última edición de Teatro Abierto, la figura del autor dramático había sido dejada de lado para dar espacio a la experimentación, las dramaturgias de actor y de director estaban a la orden del día. El comienzo fue una historia fallida, la convocatoria del Teatro San Martín, pero lo que surgió después superó ampliamente el desdichado origen.
¿Cómo pensar la dramaturgia de Federico León o la de Mariano Pensotti o la de Mariana Chaud y los nombres podrían seguir, sin referirse al Caraja-ji? Al contar la historia y trabajar con estos textos encuentro un profundo acuerdo entre el surgimiento del Caraja-ji y el teatro que se desarrollaría contemporánea y posteriormente, un teatro que rompe con la tradición que le precede y, como traté de probar en mi investigación, se permite establecer relaciones con otras series no teatrales. Esta historia permitió que en uno de los momentos menos propicios surgiera un grupo de pares: un “nosotros” conflictivo, inestable, pero “nosotros” al fin. El Caraja-ji puede pensarse como un corte: una forma de escribir y producir teatro deja, no sin conflicto, lugar a otra. Sin duda, es el principio de algo.

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