jueves

pollo al horno

No nos habíamos visto nunca pero cuando abrió la puerta de su casa, supe que me odiaba. Llegué temprano, sonreí. Ella, nada. Lamenté no haberle llevado flores o algo.
Se corrió para darme paso. Entré a un living frío y oscuro. Al costado, arrinconados, había unos patines. Dudé si tenía que usarlos o no.
-Xavi fue a comprar algo, ahora viene. -me dijo con un acento raro. La situación había nacido incómoda. Asentí con la cabeza exagerando el movimiento.
-Lindo departamento.-dije medio por decir. Miré a mi alrededor y no pude encontrar ningún objeto que tuviera que ver con Javi. Imposible reconocerlo viviendo en esa casa. El sillón donde me acomodé era demasiado bajo y lamenté haber ido con la mini. La mujer me dejó sola un momento. Sobre un aparador había algunas fotos familiares. Ver a Javi con flequillo me causó gracia. Ella estaba irreconocible, con el pelo largo y sonriente. Cómo cambió esta mujer, pensé. Escuché el ruido de la puerta de calle y me sentí aliviada.
Javi llegó y fuimos a su pieza, un cuartucho al lado de la cocina. Era la típica habitación de servicio de los departamentos antiguos. Pero ahí sí reconocí su estilo. Había pintado las paredes con aerosol y pegado recuerdos y fotos. Ver uno de mis dibujos cerca de la ventana me llenó de amor. Prendió un cigarrillo y me sonrió. Puso algo de música. Se había comprado una guitarra y trataba de sacar algún tema con paciencia pero sin arte. Resultaba encantador aunque levemente exasperante. Le saqué el pucho de la boca y dí una pitada. Volvió a sonreír. Me senté en la cama. Era bastante cómoda. Yo podría dormir acá, pensé.
De repente, apareció Ángela sin tocar la puerta siquiera. Usando sus derechos de propietaria, se metió en el cuarto como esperando vernos desnudos. Nos sobresaltó. La comida estaba lista: pollo al horno con papas.
Pasamos al comedor. La mesa era muy grande, de madera oscura, y hacía juego con un aparador y una vitrina que tenía vajilla y mates de plata. Dejaban muy poco espacio para pasar. Los muebles resultaban demasiado grandes, como resignados a vivir en ese ambiente minúsculo. Todo era oscuro y desproporcionado. Le daba a la ocasión la solemnidad de un velorio.
El papá de Javi había muerto en un accidente cuando él tenía cuatro años. La avioneta que piloteaba se había estrellado dejando a Ángela viuda, con algunas deudas y mucho rencor. Javi me confesó una noche que inventaba recuerdos, momentos compartidos que hubiera querido vivir con su padre. Tanto que fue borrando los recuerdos verdaderos. No lograba distinguir qué había vivido realmente y qué se había inventado. Supongo que a Ángela le fue pasando algo parecido.
La madre se sentó en la cabecera. El pelo gris la hacía ver mayor. A su derecha se ubicó Javi y yo a su lado. Sobraba un lugar. ¿Esperaban a alguien más? No sabía si preguntar.
Sonó el timbre. Fue un alivio.
La abuela de Javi vivía en el mismo edificio. Era una mujer muy flaca y ligeramente curva, bastante alta y con algo frío en la mirada de un azul casi blanco. Sin embargo, transmitía algo vital y afectuoso en el trato.
Nos sentamos. Javi se quiso hacer el grande y se sirvió vino. La madre lo retó. Él protestó. Matilde, la abuela de Javi, me preguntó por mi familia, todo el bendito árbol genealógico y sus derivaciones. Ella sí parecía estar interesada en mí. Después me contó de su hija la menor que estaba en un convento porque era Carmelita descalza. Me aclaró que igual usaba zapatos pero que como era monja de clausura, la veía muy pocas veces al año. El pollo estaba un poco seco pero las papas eran deliciosas.
Promediando la cena, Ángela le preguntó algo a su madre. Hablaban en francés. Ella le constestó. Javi me miró y le respondió medio seco. Se lo notaba contrariado pero todos querían conservar las apariencias. Horrible.
Yo no entendía ni jota de lo que se decían. Escuchaba a una, después a la otra. No había que ser una luz para darse cuenta de que estaban hablando de mí con total impunidad. Hoy supongo que hubiera reaccionado de otra manera, digo, hubiera reaccionado de alguna manera; en ese entonces, era chica, me quedé sentada pelando los huesitos. Comía en silencio, desconectada de la charla. Ellos seguían meta parlotear. Recordé que lo único que yo sabía decir en francés era: "Voulez vous coucher avec moi ce soir" y me resultó tan fuera de lugar, tan inapropiado para la situación que me dio un ataque de risa. Estallé en una carcajada, incontrolable, irrespetuosa, expansiva. Ángela y Matilde movieron la cabeza al mismo tiempo para ver qué me pasaba. Más quería parar y peor era, más me reía. Tapándome la boca, me paré y fui al baño.
Javi vino atrás mío. No sabía cómo pedirme perdón. Pensó que me había levantado llorando pero cuando me vió, se tentó él también. Le quería contar y no podía. Quedamos parados en el baño, mirándonos como dos idiotas riendo a más no poder. Queríamos hablar y se nos cortaban las palabras por las carcajadas. Cuando Ángela nos llamó para tomar el café, fue el acabóse. Creí que me moría.
Un tiempo después, Javi y yo nos peleamos. A Ángela no la volví a ver. Sé que es abuela y que sigue viviendo en el mismo departamento. Nunca se volvió a casar.

miércoles a la tarde

Pierina dijo Mamá.

viernes

la fidelidad de las fuentes

Llevé a Pipi a las hamacas para bebés. En las de grandes, había una nena levantando polvareda con los pies. Estaba aburrida y se nos acercó para charlar.
-Los bebés saben sacar la raíz cuadrada, fue lo primero que me dijo.
Tenía la prepotencia de las nenas pizpiretas. Estaba muy interesada en comprobar su teoría con Pierina. Había leído por ahí que los nenes chiquitos saben hacer un montón de operaciones matemáticas y que después se las olvidan. Es por eso que cuando crecen, tienen que volver al colegio.
- ¿Tres por ocho?, le tomó examen a mi bebé.
- Baa, aaahh, le respondió Pierina.
-Muy bien, dijo la nena.
-¿Cómo sabés que hizo bien la cuenta?, le pregunté.
La nena se quedó pensando un rato y me dijo: Y, bueno, no sé si es muy confiable, lo leí en Billiken.

lunes

el día que Perla voló (el final)

La verdad es que me costó mucho. Di un montón de vueltas antes de encarar esta parte. Es más, se me acabó el verano y todavía no conté cómo fue lo de Perla. La perspectiva de revivir esa pelea con Clarita me ponía en tensión incluso antes de sentarme a escribir.
Sí, Clarita y yo nos peleamos re feo esa tarde. La euforia por el encuentro con Enrique Apostillas se me había subido a la cabeza y lo manejé mal.
Yo quería ir sola al cine. Se lo planteé como un hecho.
Clarita se enojó.
Yo me encapriché.
Ella se ofendió.
Pero eso fue sólo el detonante. Se me desató la lengua y con saña le largué la lista de lo que me incomodaba. Como una catarata, me salieron a los gritos todas las cosas que tenía atragantadas: comer siempre los mismos sanguchitos con mayonesa al mediodía, no tener ni un solo minuto para mí, que Clarita confundiera brutalidad con honestidad respondiendo al ¿cómo me queda? y, sobre todo, la perra esa de mierda.
Se hizo un silencio.
Ni bien terminé de decirlo, supe que me había extralimitado. Pero lo dicho, dicho estaba y no podía hacer nada para arreglarlo. No había vuelta atrás.
Clarita se quebró.
Esa noche Enrique Apostillas no fue al cine. Nosotras tampoco. La pelea derivó en otra cosa, algo más íntimo. Nos contamos cosas que nunca le habíamos dicho a nadie. Hablamos de cómo ella extrañaba mucho a su mamá, de cómo yo odiaba al novio de la mía, de nuestros miedos más escondidos, de la enfermedad, la soledad y el amor, de qué queríamos, esperábamos y temíamos del futuro. Fue una noche de confesiones, de esas que te dejan sonriendo después de haber llorado mucho. Esa noche fue la primera vez en mi vida que sentí el alivio de por un ratito compartirlo todo con alguien, sentí la comunicación funcionando a pleno, sin necesidad de esfuerzos o malentendidos. Esa noche terminó de cuajar una amistad que me acompaña hasta el día de hoy.
Todo muy lindo, muy emotivo pero ¿y la perra?
La cosa fue así. Ese día, Perla estaba fatal. Se la había agarrado con un nene que le había tirado arena mojada. Ella esperó a verlo caminando solito y lo embistió como para comérselo. El nene corrió al agua. La perra desde la orilla le ladraba. Si él daba un paso, ella también. Si él quería salir, ella le mostraba los colmillos. Estaba decidida a morderlo pero no se iba a meter al mar. El nene temblaba de frío y de miedo. Se puso a llorar. Una madre con bikini verde agua corrió a rescatarlo. Perla buscó refugio con nosotras. Atrás vino la madre hecha una furia. Quería algún tipo de compensación por el "daño" que había recibido su hijito. Nos dió un ultimátum: esa bestia se tenía que ir de la playa.
Yo, a esa altura, estaba proPerla. Le debía mi lealtad aunque sea para reparar mi ofensa anterior. No iba a permitir que la dejaran encerrada. Ella tenía tanto derecho como nosotros de disfrutar de la playa. Se lo dije a la madre con bikini. Pero andá a hacérselo entender a una rubia bronceada y con tatuaje (ubicado en el lugar que se afloja con el paso de los años) que come ensalada de fruta a morir y se cree el árbitro moral del mundo. La perra no ayudaba, le aullaba detrás nuestro, creo que le tenía un poco de miedo a la mamá rubia. Conseguimos que dejara de gritar recién cuando prometimos mantener atado al bicho. Pero, ¿dónde? A Clarita se le ocurrió la genial idea de hacer atarla a la sombrilla. Lo que no tuvimos en cuenta fue el viento. Para el que no lo sepa, la costa argentina se caracteriza entre otras cosas por la intensidad de su energía eólica.
Sin violencia pero sin titubeos, la sombrilla se liberó de su encierro de arena para elevarse a un destino mejor. En un segundo, se voló llevándose consigo la preciosa carga. Fue todo muy repentino. La primera sensación que recuerdo es auditiva antes que visual. La sombrilla se fue rodando, los lunares chocaban contra la arena, tomaban envión y giraban nuevamente en un trazo envolvente. La perra acompañaba el movimiento centrífugo: por momentos desaparecía debajo de la sombrilla, por momentos se elevaba al cielo desafiando la gravedad hasta que la correa se tensaba y volvía otra vez a caer. La intensidad de los ladridos variaba según la posición en esta rueda y el grado de ahorcamiento por la tensión del collar. Pasaba de un sonido pleno a un aullido ahogado y luego a un quejido agudo sobre todo cuando Perla se encontraba en los puntos más altos de su vuelo. Dio fácil cuatro vueltas antes de que se me ocurriera reaccionar. Nos tomó por sorpresa a todos. Clarita salió corriendo. Yo la seguí como pude, tenía una ataque de risa. La madre con bikini me miró con desprecio. La danza macabra de la sombrilla y la perra adquirió velocidad. Para ese entonces, Clarita tenía la delantera en tratar de alcanzar al engendro. La seguía yo sin mucha convicción. Antonio no podía correr pero nos gritaba indicaciones. Se nos sumó el Mitch, que después de sonar el silbato (tenía que dejar sentado que reprobaba el peligro de una sombrilla voladora con perra), alcanzó a Clarita en la carrera. Juntos lograron detener el artefacto ante la mirada atónita de toda la playa. Aplausos. Perla, aun en shock, fue fiel a sus instintos y mordió con fuerza el antebrazo del bañero. Más problemas, se podrán imaginar. Mitch se sumó a la lista de personas que odiaban a la mascota de Clarita. Histérico, exigía a los gritos que la mataran. Mi amiga lloraba con la perra en brazos. Yo trataba de cerrar la sombrilla para que no se volviera a volar. La madre con bikini llegó para intervenir en el aquelarre. Por último, resoplando, se nos unió Antonio. En conciliábulo furioso se discutió la situación. Se acercaron algunos curiosos y hasta nos hicieron un reportaje para la radio. Resultado: gastos de todo tipo, aplicación de vacunas, compra de un bozal extra small y veda absoluta para volver a ese balneario. Ya está, ya lo conté. Esto es todo lo que me acuerdo del día que Perla voló.

he dicho

Las canciones de Calamaro son como cuando un chico muy lindo pero medio tonto te quiere chamuyar. Lo ves venir y decís: sí está bueno y hasta podría ser un buen polvo pero después lo escuchás hablar y puf. Dan ganas de decirle:Nene, no te me hagás el sensible. No te creo nada. Por qué mejor no te callás.