-Está viejo-dijo el veterinario-. Puede ser por la comida o diabetes o un bolo intestinal. Tal vez se agarró el sida de los gatos.
Yo lo miraba buscando el chiste pero la verdad es que no me hacía reír.
-Está deshidratado, vamos a tener que pasarle suero. Pero antes, una ecografía.
No salía de mi asombro.
-¿Cómo le pasás suero a un gato?-le pregunté incrédula.
-Igual que a los humanos, con un cateter en la patita.
El veterinario era petiso y barbudo, cuando hablaba se ponía nervioso y se le caían las cosas. A medida que me explicaba el procedimiento, yo también me iba poniendo nerviosa. ¿Cuánto tiempo tarda en pasar el suero? ¿Hay que dormirlo? Mi gato parecía un felpudo blanco en la mesa de disección. Daba pena.
Hace quince años que vive conmigo, digamos que es la relación más larga que tuve. Además, viene haciéndole frente a varias crisis: una mudanza (algo fatal para los gatos), una hermanita que lo vive cascando (Pierina) y una convivencia forzada con otras dos gatas atorrantas que no lo dejan salir al jardín. El pobre no daba más. Necesitaba algo de atención y se mandó un acting. Durante todo un día estuvo vomitando como si fuera Linda Blair en El exorcista.
En la sala de espera había una vieja con un perrito igual de feo que ella. Tenía los dientes torcidos y un moño rojo en la frente. La vieja en joggin me quería sacar conversación. Con la excusa de saber qué le pasaba a mi gato, se despachó en contarme con lujo de detalles todas sus desgracias. Divorciada, sola y con una perra enferma.
-No sé qué le pasa a Chachi, se me desmaya. Ya le hicieron una tomografía para ver si tenía un tumor, pero no salió nada.
Yo miré a la perra y en sus ojos reconocí el pedido de "mátenme".
El veterinario me confesó que no le gustaba atender gatos porque siempre lo rasguñaban, que él prefería a los perros. Me quedo más tranquila, pensé pero no se lo dije.
Yo estaba perpleja, esa es la palabra. Era la primera vez que me veía ante los avatares de la medicina animal. Si ese tipo de procedimientos siempre son complicados e incómodos en los humanos, no me quería imaginar cómo resultarían en animales.
Yo trataba de repreguntar, llenar los blancos que me dejaba el discurso del veterinario. ¿Quién iba a tener inmovilizado al gato durante las cinco horas mínimo que tarda en pasar el suero? Ya sabemos la respuesta. En ningún momento se le ocurrió pensar que yo podría tener que trabajar o hacerle la comida a mi hija o atender a mi marido. Está bien, era una emergencia, ¿no? Me sentía en deuda con mi gato, se lo debía. Acepté sin chistar lo que viniera.
Con una maquinita, el veterinario le afeitó parte del pelo de la mano derecha y me pidió que la estirara para pasar el cateter. Esta vez, fui yo la que salió arañada. El gato se mandó la gran Wolverine y me cruzó la mano con sus garras. Esta era para vos, pensé mientras el veterinario se agachaba a recoger por tercera vez la sonda del piso.
Resultado: tuve que improvisar una salita de primeros auxilios en mi habitación, colgando el suero de una percha. Me sentía toda una enfermera: que el anticoagulante, que pinchás acá, que tantas gotitas por minuto. El gato y yo vimos Terminator 2 hasta tanto pasara todo el suero. Se hicieron como las dos de la mañana. Mi gato estaba mejor.
Así fue como descubrí que la veterinaria evolucinó hacia la psicología animal. El diagnóstico final fue que mi gato tuvo un cuadro de anorexia.
3 comentarios:
lindo gato!
"A dog is a dog,
A bird is a bird,
A cat is a person"
nada más cierto.
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