La verdad es que me costó mucho. Di un montón de vueltas antes de encarar esta parte. Es más, se me acabó el verano y todavía no conté cómo fue lo de Perla. La perspectiva de revivir esa pelea con Clarita me ponía en tensión incluso antes de sentarme a escribir.
Sí, Clarita y yo nos peleamos re feo esa tarde. La euforia por el encuentro con Enrique Apostillas se me había subido a la cabeza y lo manejé mal.
Yo quería ir sola al cine. Se lo planteé como un hecho.
Clarita se enojó.
Yo me encapriché.
Ella se ofendió.
Pero eso fue sólo el detonante. Se me desató la lengua y con saña le largué la lista de lo que me incomodaba. Como una catarata, me salieron a los gritos todas las cosas que tenía atragantadas: comer siempre los mismos sanguchitos con mayonesa al mediodía, no tener ni un solo minuto para mí, que Clarita confundiera brutalidad con honestidad respondiendo al ¿cómo me queda? y, sobre todo, la perra esa de mierda.
Yo quería ir sola al cine. Se lo planteé como un hecho.
Clarita se enojó.
Yo me encapriché.
Ella se ofendió.
Pero eso fue sólo el detonante. Se me desató la lengua y con saña le largué la lista de lo que me incomodaba. Como una catarata, me salieron a los gritos todas las cosas que tenía atragantadas: comer siempre los mismos sanguchitos con mayonesa al mediodía, no tener ni un solo minuto para mí, que Clarita confundiera brutalidad con honestidad respondiendo al ¿cómo me queda? y, sobre todo, la perra esa de mierda.
Se hizo un silencio.
Ni bien terminé de decirlo, supe que me había extralimitado. Pero lo dicho, dicho estaba y no podía hacer nada para arreglarlo. No había vuelta atrás.
Clarita se quebró.
Ni bien terminé de decirlo, supe que me había extralimitado. Pero lo dicho, dicho estaba y no podía hacer nada para arreglarlo. No había vuelta atrás.
Clarita se quebró.
Esa noche Enrique Apostillas no fue al cine. Nosotras tampoco. La pelea derivó en otra cosa, algo más íntimo. Nos contamos cosas que nunca le habíamos dicho a nadie. Hablamos de cómo ella extrañaba mucho a su mamá, de cómo yo odiaba al novio de la mía, de nuestros miedos más escondidos, de la enfermedad, la soledad y el amor, de qué queríamos, esperábamos y temíamos del futuro. Fue una noche de confesiones, de esas que te dejan sonriendo después de haber llorado mucho. Esa noche fue la primera vez en mi vida que sentí el alivio de por un ratito compartirlo todo con alguien, sentí la comunicación funcionando a pleno, sin necesidad de esfuerzos o malentendidos. Esa noche terminó de cuajar una amistad que me acompaña hasta el día de hoy.
Todo muy lindo, muy emotivo pero ¿y la perra?
La cosa fue así. Ese día, Perla estaba fatal. Se la había agarrado con un nene que le había tirado arena mojada. Ella esperó a verlo caminando solito y lo embistió como para comérselo. El nene corrió al agua. La perra desde la orilla le ladraba. Si él daba un paso, ella también. Si él quería salir, ella le mostraba los colmillos. Estaba decidida a morderlo pero no se iba a meter al mar. El nene temblaba de frío y de miedo. Se puso a llorar. Una madre con bikini verde agua corrió a rescatarlo. Perla buscó refugio con nosotras. Atrás vino la madre hecha una furia. Quería algún tipo de compensación por el "daño" que había recibido su hijito. Nos dió un ultimátum: esa bestia se tenía que ir de la playa.
Yo, a esa altura, estaba proPerla. Le debía mi lealtad aunque sea para reparar mi ofensa anterior. No iba a permitir que la dejaran encerrada. Ella tenía tanto derecho como nosotros de disfrutar de la playa. Se lo dije a la madre con bikini. Pero andá a hacérselo entender a una rubia bronceada y con tatuaje (ubicado en el lugar que se afloja con el paso de los años) que come ensalada de fruta a morir y se cree el árbitro moral del mundo. La perra no ayudaba, le aullaba detrás nuestro, creo que le tenía un poco de miedo a la mamá rubia. Conseguimos que dejara de gritar recién cuando prometimos mantener atado al bicho. Pero, ¿dónde? A Clarita se le ocurrió la genial idea de hacer atarla a la sombrilla. Lo que no tuvimos en cuenta fue el viento. Para el que no lo sepa, la costa argentina se caracteriza entre otras cosas por la intensidad de su energía eólica.
Sin violencia pero sin titubeos, la sombrilla se liberó de su encierro de arena para elevarse a un destino mejor. En un segundo, se voló llevándose consigo la preciosa carga. Fue todo muy repentino. La primera sensación que recuerdo es auditiva antes que visual. La sombrilla se fue rodando, los lunares chocaban contra la arena, tomaban envión y giraban nuevamente en un trazo envolvente. La perra acompañaba el movimiento centrífugo: por momentos desaparecía debajo de la sombrilla, por momentos se elevaba al cielo desafiando la gravedad hasta que la correa se tensaba y volvía otra vez a caer. La intensidad de los ladridos variaba según la posición en esta rueda y el grado de ahorcamiento por la tensión del collar. Pasaba de un sonido pleno a un aullido ahogado y luego a un quejido agudo sobre todo cuando Perla se encontraba en los puntos más altos de su vuelo. Dio fácil cuatro vueltas antes de que se me ocurriera reaccionar. Nos tomó por sorpresa a todos. Clarita salió corriendo. Yo la seguí como pude, tenía una ataque de risa. La madre con bikini me miró con desprecio. La danza macabra de la sombrilla y la perra adquirió velocidad. Para ese entonces, Clarita tenía la delantera en tratar de alcanzar al engendro. La seguía yo sin mucha convicción. Antonio no podía correr pero nos gritaba indicaciones. Se nos sumó el Mitch, que después de sonar el silbato (tenía que dejar sentado que reprobaba el peligro de una sombrilla voladora con perra), alcanzó a Clarita en la carrera. Juntos lograron detener el artefacto ante la mirada atónita de toda la playa. Aplausos. Perla, aun en shock, fue fiel a sus instintos y mordió con fuerza el antebrazo del bañero. Más problemas, se podrán imaginar. Mitch se sumó a la lista de personas que odiaban a la mascota de Clarita. Histérico, exigía a los gritos que la mataran. Mi amiga lloraba con la perra en brazos. Yo trataba de cerrar la sombrilla para que no se volviera a volar. La madre con bikini llegó para intervenir en el aquelarre. Por último, resoplando, se nos unió Antonio. En conciliábulo furioso se discutió la situación. Se acercaron algunos curiosos y hasta nos hicieron un reportaje para la radio. Resultado: gastos de todo tipo, aplicación de vacunas, compra de un bozal extra small y veda absoluta para volver a ese balneario. Ya está, ya lo conté. Esto es todo lo que me acuerdo del día que Perla voló.
Yo, a esa altura, estaba proPerla. Le debía mi lealtad aunque sea para reparar mi ofensa anterior. No iba a permitir que la dejaran encerrada. Ella tenía tanto derecho como nosotros de disfrutar de la playa. Se lo dije a la madre con bikini. Pero andá a hacérselo entender a una rubia bronceada y con tatuaje (ubicado en el lugar que se afloja con el paso de los años) que come ensalada de fruta a morir y se cree el árbitro moral del mundo. La perra no ayudaba, le aullaba detrás nuestro, creo que le tenía un poco de miedo a la mamá rubia. Conseguimos que dejara de gritar recién cuando prometimos mantener atado al bicho. Pero, ¿dónde? A Clarita se le ocurrió la genial idea de hacer atarla a la sombrilla. Lo que no tuvimos en cuenta fue el viento. Para el que no lo sepa, la costa argentina se caracteriza entre otras cosas por la intensidad de su energía eólica.
Sin violencia pero sin titubeos, la sombrilla se liberó de su encierro de arena para elevarse a un destino mejor. En un segundo, se voló llevándose consigo la preciosa carga. Fue todo muy repentino. La primera sensación que recuerdo es auditiva antes que visual. La sombrilla se fue rodando, los lunares chocaban contra la arena, tomaban envión y giraban nuevamente en un trazo envolvente. La perra acompañaba el movimiento centrífugo: por momentos desaparecía debajo de la sombrilla, por momentos se elevaba al cielo desafiando la gravedad hasta que la correa se tensaba y volvía otra vez a caer. La intensidad de los ladridos variaba según la posición en esta rueda y el grado de ahorcamiento por la tensión del collar. Pasaba de un sonido pleno a un aullido ahogado y luego a un quejido agudo sobre todo cuando Perla se encontraba en los puntos más altos de su vuelo. Dio fácil cuatro vueltas antes de que se me ocurriera reaccionar. Nos tomó por sorpresa a todos. Clarita salió corriendo. Yo la seguí como pude, tenía una ataque de risa. La madre con bikini me miró con desprecio. La danza macabra de la sombrilla y la perra adquirió velocidad. Para ese entonces, Clarita tenía la delantera en tratar de alcanzar al engendro. La seguía yo sin mucha convicción. Antonio no podía correr pero nos gritaba indicaciones. Se nos sumó el Mitch, que después de sonar el silbato (tenía que dejar sentado que reprobaba el peligro de una sombrilla voladora con perra), alcanzó a Clarita en la carrera. Juntos lograron detener el artefacto ante la mirada atónita de toda la playa. Aplausos. Perla, aun en shock, fue fiel a sus instintos y mordió con fuerza el antebrazo del bañero. Más problemas, se podrán imaginar. Mitch se sumó a la lista de personas que odiaban a la mascota de Clarita. Histérico, exigía a los gritos que la mataran. Mi amiga lloraba con la perra en brazos. Yo trataba de cerrar la sombrilla para que no se volviera a volar. La madre con bikini llegó para intervenir en el aquelarre. Por último, resoplando, se nos unió Antonio. En conciliábulo furioso se discutió la situación. Se acercaron algunos curiosos y hasta nos hicieron un reportaje para la radio. Resultado: gastos de todo tipo, aplicación de vacunas, compra de un bozal extra small y veda absoluta para volver a ese balneario. Ya está, ya lo conté. Esto es todo lo que me acuerdo del día que Perla voló.
2 comentarios:
excelente.
Pensar que los soviéticos se gastaron lo producido en dos planes quinquenales para hacer que Laika diera un par de vueltas a la Tierra, cuando ustedes con una simple sombrilla y un Pampero lograron un efecto mucho más divertido! Muy bueno!
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